Añadido al terrible dolor de la muerte de Juan Pablo, sus padres debieron afrontar las exigencias del orden burocrático, que determinaban que no podría ser trasladado a Luján para su velatorio y posterior entierro sin antes haber realizado un trámite en el cementerio de la Chacarita, donde le hubiera correspondido ser sepultado por fallecer en Buenos Aires. Por cuestiones de horario, este trámite se pudo llevar a cabo recién en la mañana del día siguiente, por lo cual recién el día 14 por la tarde el cuerpito sin vida de mi nieto pudo ser trasladado a la ciudad donde había nacido. Como la Cooperativa Eléctrica de Luján es la que tiene a su cargo el servicio de sepelio, a media tarde la familia se reunión en la sala de velatorio para despedirlo.
Confieso que me costó un gran esfuerzo atreverme a afrontar ese momento. Sentía que mientras no lo viera a mi nieto en el féretro, seguiría teniendo dudas, esperando que todo hubiera sido un error y de pronto, me dijeran que él estaba recuperándose y pronto volveríamos a tenerlo con nosotros. Pero no fue así, y tuvimos que enfrentarnos con la ineludible realidad de la muerte.
Mi nieta Luz, apenas un año mayor que Juan, y Josefina, hija de un hermano de mi nuera, de la misma edad de mi nieto, lloraban desconsoladamente, cada una en un rincón, solas, estremecidas por el inmenso dolor de haber perdido a su primo adolescente. Estuve abrazada a con ellas, llorando juntas, pero tuve conciencia de que ambas se hallaban sumergidas en un estado de aislamiento total, donde no había más espacio que para su propio dolor y ya no podían aceptar consuelo alguno.
Sin embargo, el momento más impactante para quienes estábamos presentes en aquella sala, fue la llegada de los jovencitos que integraban los grupos de competencias de rap. Ellos ingresaron en silencio, sus rostros serios, las miradas absortas, pálidos, desconcertados. Se hizo un profundo y absoluto silencio cuando ellos rodearon el féretro. Uno a uno se acercó a besar el rostro de su amigo, algunos salieron huyendo para esconder sus lágrimas y dominar el llanto antes de regresar. Pasado el primer momento de perplejidad ante la muerte de alguien de su edad, comenzaron a dejarle como obsequio sus colgantes, sus anillos, sus gorras, cualquier objeto pequeño que pudiera representarlos. Luego, salieron al espacio de estacionamiento de la casa de servicios fúnebres y comenzaron a escribir dedicatorias en hojas de papel, que cada uno firmaba. Consiguieron un paño en el que escribieron con fibra algunas dedicatorias y los símbolos que representaban al grupo, incluyendo el nombre que mi nieto había adoptado como seudónimo en las competencias: Ullrich, en alusión a la denominación de la distrofia muscular que lo afectaba.
Completando el espontáneo homenaje, el grupo de jóvenes iniciaron una competencia de rap, en la que cada uno se refirió a Juan Pablo y contó anécdotas o desarrolló pensamientos sobre él. Era la primera vez que veía este tipo de espectáculo, porque mi nieto nunca había querido que fuéramos a verlo, debido a la dureza con que suelen desarrollarse estas competencias. Pero me emocionó escuchar estas voces juveniles, cargadas de emoción y sentimiento, refiriéndose a Juan, diciendo cosas como que "estará rapeando desde el cielo, entre las nubes".
El amor de estos chicos se percibía como algo tangible, el dolor y el desconcierto por la pérdida del amigo era conmovedor. No pude evitar agradecerles este homenaje, segura de que mi nieto estaría sonriendo al verlos y escucharlos... si pudiera creer que existe un cielo, un paraíso, un lugar donde los seres buenos y puros como Juan pueden transitar después de haber abandonado este mundo.
En el trayecto al cementerio parque Los Pinos, el cortejo se detuvo ante la Basílica de Luján, para que un sacerdote diera su bendición. Entonces, me pregunté, cuál fue la bendición divina para mi nieto, que se vio obligado a sufrir tantas limitaciones y dolores a lo largo de su breve vida, para luego morir maltratado por las manos de quienes se atribuyen la representación divina en nombre de una ciencia médica cruel y despiadada. Estaba enojada con los representantes de la religión y con los médicos, aún sigo sintiendo lo mismo que entonces y no creo que vaya a modificar mi modo de sentir en el futuro.
Mi nieto pasó brevemente por el mundo, pero dejó grandes y profundas enseñanzas y un formidable ejemplo de valor, de generosidad y de fortaleza para sobrellevar las pruebas que tan injustamente le dio la vida.
Sus amigos, compañeros y maestros, siguen recordando continuamente anécdotas que dejan retratada su forma de ser y confirman el lugar que supo ganar en sus corazones.
Me alegra haber sido su abuela, que me haya amado, que haya compartido tiempo conmigo, que hayamos jugado y reído juntos, pero sobre todo, saber que soy mejor persona gracias a lo que él me enseñó con su silencioso ejemplo y su sonrisa dulce y serena.
Durante muchos años en mi vida fui "la señora de...". Luego, por años, he sido conocida como periodista y escritora de Luján. Pero todo esto ha pasado a ser recuerdos. Mi mayor motivo de orgullo es que soy la abuela de Juan y, aunque él se haya ido, seguiré siéndolo mientras tenga vida.
La historia de mi nieto Juan Pablo,que nació con distrofia muscular de Ullrich. A partir de los tres años no pudo caminar y desde los seis, se movilizó en una silla de ruedas eléctrica. Cuento la historia de su lucha por integrarse y participar, tanto en la escuela como en la vida social de los niños de su edad, la evolución de su enfermedad y los pormenores de la cirugía que punto fin a su vida, apenas cumplidos los 17 años.
jueves, 1 de marzo de 2018
EL FINAL INESPERADO
Durante los días que Juan permaneció en terapia, solo se permitió que lo vieran sus padres, que permanecían constantemente a su lado, pero no se permitía la visita, ni siquiera breve, de otros familiares. Aunque íbamos hasta el hospital, solamente podíamos compartir momentos con Pablo y Sonia, conversar con ellos para saber cómo veían la evolución de su hijo. Estaban pasando por momentos de tensión, pero, a través del grupo de whasap todos los
comentarios eran optimistas, cargados de esperanza y buenos deseos, enviando
cariños y aliento a Juan y sus padres. Sonia nos contaba cómo iba
evolucionando, que habían podido rotarlo, le dieron yogur para comer, le
hicieron una transfusión y vomitó, el enfermero estaba intentando conseguir que
orinara. Todos
seguíamos contentos, enviando aplausos y felicitaciones por la situación y
toneladas de amor para nuestro niño querido.
Entonces, llegó un wasap del mismo Juan,
diciendo: “Bien….dormí bastante después de unos días y agarré el celular. Ahora
hago unos ejercicios respiratorios y hablo de nuevo”. Eran las 11.20 del 4 de
noviembre. Luego nos contó que había cenado poco y nada pero bueno.
Su infaltable punto de vista optimista de las situaciones continuaba intacto.
El 7 de noviembre, día señalado para continuar la cirugía, volví a viajar a Buenos Aires, esta vez sola. Se habían sumado varios integrantes de la familia a la espera, incluyendo mi nieta Camila con su bebé. La espera resultó más angustiosa y cargada de tensión que en la primera etapa.
A las 15.30, el cirujano llamó a los padres para anunciarles que la operación había terminado, pero que esta vez saldría inconsciente y entubado, como medida de precaución. Mi nuera se desesperó ante la noticia, en tanto mi hijo intentaba en vano transmitirle tranquilidad. Yo sentí que los negros presagios que tantas veces me habían asaltado al pensar en la cirugía volvían a invadirme; sentía deseos de llorar, pero me controlé para no añadir más angustia a mi nuera, a la que siempre quise mucho.
Cuando sacaron a mi nieto de la zona de cirugía para llevarlo a terapia, estaba irreconocible. Inconsciente, entubado, los ojos cerrados, pálido, rodeado de personal médico. Lo subieron al ascensor, sus padres y hermanas fueron con él, los demás nos quedamos largo rato tratando de superar la impresión recibida hasta que iniciamos el regreso a casa.
Esa noche, mientras intentaba en vano dormirme, sentí un fuerte dolor en el pecho, no podía respirar, creí que iba a morir. Esta sensación se repitió varias veces durante los días siguientes. Luego, supe que habían coincidido con los paros cardíacos sufridos por Juan, del que los médicos lograron recuperarlo.
El 10 de noviembre me informaron por whasap que mi nieto presentaba un neumotórax, algo bastante frecuente en estas cirugías, muy peligroso para un niño con la patología de base que él tenía, distrofia muscular de Ullrich. Continuamente me reiteraban su estado delicado, su gravedad.
El sábado 11 fuimos hasta el hospital y pasamos unas horas acompañando a mi hijo, como otros miembros de la familia, algunos que prácticamente permanecían allí con ellos. Noté que tanto mi hijo como mi nuera estaban muy debilitados, tanto física como emocionalmente, debido a las horas sin dormir, sin comer, sufriendo las altas temperaturas que prematuramente habían llegado a Buenos Aires, viendo morir a otros niños, la angustia de otros padres, oyendo las alarmas cada vez que Juan sufría alguna crisis. Había en ellos una suerte de resignación, de entrega, de disposición a enfrentar el peor sufrimiento.
(En la imagen, 11 de noviembre, la familia unida esperando noticias sobre la evolución de Juan, fuera del hospital Garrahan)
Pero todos continuábamos confiando que Juan lograría salir adelante, que alguien con tanta fuerza interior no podría darse por vencido, que no iba a abandonarnos.
Hasta que el 13 de noviembre, a la mañana, cuando pregunté a mi hijo cómo había pasado la noche mi nieto, él me llamó al celular (cosa que jamás hacía, porque nos manteníamos conectados mediante el grupo de whasap...) y me dijo que me fuera preparando, porque Juan había sufrido otro paro cardíaco y no tenían esperanzas de que saliera adelante.
Un dolor abrumador cayó sobre mí, aplastándome como una mole gigantesca. No podía aceptarlo, no podía creerlo, no podía atreverme siquiera a pensar en la posibilidad de que mi nieto pudiera morir.
Cerca del mediodía, mi hijo Alejandro me comunicó que Juan había fallecido. Días más tarde, supe que en realidad había muerto alrededor de las nueve de la mañana, pero mi hijo había tenido un acto de amor hacia los abuelos de la familia, dándonos tiempo para prepararnos para recibir la noticia. La peor, más terrible y más dolorosa noticia que recibí en los setenta y un años de vida.
El 7 de noviembre, día señalado para continuar la cirugía, volví a viajar a Buenos Aires, esta vez sola. Se habían sumado varios integrantes de la familia a la espera, incluyendo mi nieta Camila con su bebé. La espera resultó más angustiosa y cargada de tensión que en la primera etapa.
A las 15.30, el cirujano llamó a los padres para anunciarles que la operación había terminado, pero que esta vez saldría inconsciente y entubado, como medida de precaución. Mi nuera se desesperó ante la noticia, en tanto mi hijo intentaba en vano transmitirle tranquilidad. Yo sentí que los negros presagios que tantas veces me habían asaltado al pensar en la cirugía volvían a invadirme; sentía deseos de llorar, pero me controlé para no añadir más angustia a mi nuera, a la que siempre quise mucho.
Cuando sacaron a mi nieto de la zona de cirugía para llevarlo a terapia, estaba irreconocible. Inconsciente, entubado, los ojos cerrados, pálido, rodeado de personal médico. Lo subieron al ascensor, sus padres y hermanas fueron con él, los demás nos quedamos largo rato tratando de superar la impresión recibida hasta que iniciamos el regreso a casa.
Esa noche, mientras intentaba en vano dormirme, sentí un fuerte dolor en el pecho, no podía respirar, creí que iba a morir. Esta sensación se repitió varias veces durante los días siguientes. Luego, supe que habían coincidido con los paros cardíacos sufridos por Juan, del que los médicos lograron recuperarlo.
El 10 de noviembre me informaron por whasap que mi nieto presentaba un neumotórax, algo bastante frecuente en estas cirugías, muy peligroso para un niño con la patología de base que él tenía, distrofia muscular de Ullrich. Continuamente me reiteraban su estado delicado, su gravedad.
El sábado 11 fuimos hasta el hospital y pasamos unas horas acompañando a mi hijo, como otros miembros de la familia, algunos que prácticamente permanecían allí con ellos. Noté que tanto mi hijo como mi nuera estaban muy debilitados, tanto física como emocionalmente, debido a las horas sin dormir, sin comer, sufriendo las altas temperaturas que prematuramente habían llegado a Buenos Aires, viendo morir a otros niños, la angustia de otros padres, oyendo las alarmas cada vez que Juan sufría alguna crisis. Había en ellos una suerte de resignación, de entrega, de disposición a enfrentar el peor sufrimiento.
(En la imagen, 11 de noviembre, la familia unida esperando noticias sobre la evolución de Juan, fuera del hospital Garrahan)
Pero todos continuábamos confiando que Juan lograría salir adelante, que alguien con tanta fuerza interior no podría darse por vencido, que no iba a abandonarnos.
Hasta que el 13 de noviembre, a la mañana, cuando pregunté a mi hijo cómo había pasado la noche mi nieto, él me llamó al celular (cosa que jamás hacía, porque nos manteníamos conectados mediante el grupo de whasap...) y me dijo que me fuera preparando, porque Juan había sufrido otro paro cardíaco y no tenían esperanzas de que saliera adelante.
Un dolor abrumador cayó sobre mí, aplastándome como una mole gigantesca. No podía aceptarlo, no podía creerlo, no podía atreverme siquiera a pensar en la posibilidad de que mi nieto pudiera morir.
Cerca del mediodía, mi hijo Alejandro me comunicó que Juan había fallecido. Días más tarde, supe que en realidad había muerto alrededor de las nueve de la mañana, pero mi hijo había tenido un acto de amor hacia los abuelos de la familia, dándonos tiempo para prepararnos para recibir la noticia. La peor, más terrible y más dolorosa noticia que recibí en los setenta y un años de vida.
miércoles, 28 de febrero de 2018
CIRUGIA: primera parte
El 1° de noviembre, mi hijo Alejandro me pasó a buscar para ir al Hospital Garrahan y acompañar a Pablo y Sonia en las horas de espera mientras duraba la operación.
Cuando llegamos al hospital, nos encontramos con un obstáculo: no dejaban ingresar al sector de espera de la sala de cirugía más que a los padres del paciente. Sin embargo, haciendo algunos malabares, conseguimos llegar hasta allí, donde nos reunimos con mi hijo, mi nuera, mi nieta Belén, la hija y una hermana de Sonia, que habían viajado con ellos a hora muy temprana. En el ancho pasillo con bancos a ambos lados, parejas de padres con rostros angustiados, algunos de ellos acompañados por un hijo pequeño, aguardaban el resultado de las operaciones que les estaban haciendo a alguno de sus hijos.
La operación había comenzado alrededor de las once de la mañana, porque el proceso de preparación había resultado más complicado de lo esperado. Los médicos adelantaron que la cirugía llevaría alrededor de seis horas, por lo tanto, la espera se hacía difícil e interminable en aquel pasillo colmado de rostros ansiosos y afligidos. Por esta razón, mis dos hijos, mi nieta y yo salimos a comer algo en un pequeño local de comida rápida, cercano al hospital.
Al regresar, Pablo alentó a Sonia y el resto de la familia a hacer lo mismo y ellas también se fueron. Pero alrededor de las dos y media de la tarde, un médico abrió la puerta que daba acceso al sector de cirugía y llamó a mi hijo por el apellido. Alcancé a oír que el doctor le preguntaba a Pablo por la mamá del nene, él le explicó que había ido a comer algo, y luego vimos que se desarrollaba una larga conversación entre el médico y mi hijo, que veíamos a través de la puerta del vidrio, sintiendo que la ansiedad y el temor comenzaba a desbordarnos. Mi nieta Belén se apresuró a avisar por whasap a Sonia de lo que estaba ocurriendo, y en pocos minutos ella y sus acompañantes estaban de vuelta; ni siquiera habían alcanzado a comer un bocado. Cuando mi hijo anunció que el cirujano había decidido suspender la operación debido a la gran cantidad de sangre que Juan estaba perdiendo y que pensaba continuar en cuanto lograran que se repusiera, después de unos días de internación en terapia intensiva, Sonia lo tomó muy mal la noticia. Insistía en reiterar que no iba a dejar que su hijo volviera a pasar por este proceso, estaba realmente desesperada. Mi hijo, en cambio, se mostró más sereno y equilibrado, intentaba consolarla y darle ánimo, del mismo modo que la hija de Sonia, que trataba de hacerle entender que la suspensión de la cirugía había sido para bien de Juan y que la segunda parte sería menos arriesgada.
Solo quedaba esperar que Juan despertara de la anestesia y lo llevaran a Terapia. Mi hijo Alejandro y yo, por casualidad, estábamos ubicados justo frente a la puerta por la cual sacaron a mi nieto de cirugía.
Estaba despierto. Alejandro se acercó a él para hablarle, también yo, y entonces vinieron corriendo Sonia, Pablo y el resto de la familia.
Juan miró a su madre y le dijo, con una sonrisa breve: "Te amo..."
Era su costumbre, cada vez que se separaba de sus padres para ir a la escuela, o cuando alguno de ellos salía y él se quedaba en la casa, siempre decía estas palabras. Nunca dejaba de reiterarles su amor.
Después, lo llevaron en el ascensor, junto a sus padres, y nosotros nos emprendimos el camino de regreso a casa. Me sentía aliviada, porque había visto a mi nieto despierto, sonriendo, cariñoso, como siempre, y esto me había hecho pensar, una vez más, que iba a salir bien de la operación.
(En la imagen, mi nieto en el hospital, antes de internarse)
Cuando llegamos al hospital, nos encontramos con un obstáculo: no dejaban ingresar al sector de espera de la sala de cirugía más que a los padres del paciente. Sin embargo, haciendo algunos malabares, conseguimos llegar hasta allí, donde nos reunimos con mi hijo, mi nuera, mi nieta Belén, la hija y una hermana de Sonia, que habían viajado con ellos a hora muy temprana. En el ancho pasillo con bancos a ambos lados, parejas de padres con rostros angustiados, algunos de ellos acompañados por un hijo pequeño, aguardaban el resultado de las operaciones que les estaban haciendo a alguno de sus hijos.
La operación había comenzado alrededor de las once de la mañana, porque el proceso de preparación había resultado más complicado de lo esperado. Los médicos adelantaron que la cirugía llevaría alrededor de seis horas, por lo tanto, la espera se hacía difícil e interminable en aquel pasillo colmado de rostros ansiosos y afligidos. Por esta razón, mis dos hijos, mi nieta y yo salimos a comer algo en un pequeño local de comida rápida, cercano al hospital.
Al regresar, Pablo alentó a Sonia y el resto de la familia a hacer lo mismo y ellas también se fueron. Pero alrededor de las dos y media de la tarde, un médico abrió la puerta que daba acceso al sector de cirugía y llamó a mi hijo por el apellido. Alcancé a oír que el doctor le preguntaba a Pablo por la mamá del nene, él le explicó que había ido a comer algo, y luego vimos que se desarrollaba una larga conversación entre el médico y mi hijo, que veíamos a través de la puerta del vidrio, sintiendo que la ansiedad y el temor comenzaba a desbordarnos. Mi nieta Belén se apresuró a avisar por whasap a Sonia de lo que estaba ocurriendo, y en pocos minutos ella y sus acompañantes estaban de vuelta; ni siquiera habían alcanzado a comer un bocado. Cuando mi hijo anunció que el cirujano había decidido suspender la operación debido a la gran cantidad de sangre que Juan estaba perdiendo y que pensaba continuar en cuanto lograran que se repusiera, después de unos días de internación en terapia intensiva, Sonia lo tomó muy mal la noticia. Insistía en reiterar que no iba a dejar que su hijo volviera a pasar por este proceso, estaba realmente desesperada. Mi hijo, en cambio, se mostró más sereno y equilibrado, intentaba consolarla y darle ánimo, del mismo modo que la hija de Sonia, que trataba de hacerle entender que la suspensión de la cirugía había sido para bien de Juan y que la segunda parte sería menos arriesgada.
Solo quedaba esperar que Juan despertara de la anestesia y lo llevaran a Terapia. Mi hijo Alejandro y yo, por casualidad, estábamos ubicados justo frente a la puerta por la cual sacaron a mi nieto de cirugía.
Estaba despierto. Alejandro se acercó a él para hablarle, también yo, y entonces vinieron corriendo Sonia, Pablo y el resto de la familia.
Juan miró a su madre y le dijo, con una sonrisa breve: "Te amo..."
Era su costumbre, cada vez que se separaba de sus padres para ir a la escuela, o cuando alguno de ellos salía y él se quedaba en la casa, siempre decía estas palabras. Nunca dejaba de reiterarles su amor.
Después, lo llevaron en el ascensor, junto a sus padres, y nosotros nos emprendimos el camino de regreso a casa. Me sentía aliviada, porque había visto a mi nieto despierto, sonriendo, cariñoso, como siempre, y esto me había hecho pensar, una vez más, que iba a salir bien de la operación.
(En la imagen, mi nieto en el hospital, antes de internarse)
martes, 27 de febrero de 2018
PREPARÁNDOSE PARA LA CIRUGIA
Luego de la frustrada cirugía, mi nieto estuvo varios días con tos y dificultades para respirar, pero cuando pudo recuperarse, deseaba volver a la escuela, a pesar de que tenía permiso para cursar desde su casa, debido a su problema de salud.
Sus compañeros le llevaban la tarea, pero una tarde me sorprendí cuando fui a visitarlo y lo encontré con varios de sus compañeritos de clase. Creí que habían ido para ayudarlo a entender algunos de los temas tratados los días que él no había asistido a clase, pero no, era al revés: los chicos habían ido para que él les explicara esos temas, porque los había entendido mejor que ellos. Es que era muy inteligente mi nieto.
Por su obra social, tenía un acompañante terapeútico, un joven que asistía a diario a su casa para acompañarlo, para ir conociéndolo pues sus funciones serían principalmente cuando Juan regresara a su casa, luego de la operación de columna. También estaba previsto que le instalarían en su dormitorio una cama ortopédica y todos los elementos necesarios para que pudiera permanecer en reposo hasta su recuperación. Pero eso habría de ser cuando se concretara la cirugía.
La fecha era incierta. Los especialistas del Garrahan decidieron que sería mejor suspenderla hasta entrada la primavera, para asegurarse de que no hubiera ninguna epidemia en curso entre la población infantil y asegurarse de que hubiera lugar en terapia intensiva. Finalmente, la fecha se fijó para el 1° de noviembre, fecha que coincidía con el primer cumpleaños de mi bisnieto Bruno, hijo de Camila, la hija mayor de Pablo. Pero esta vez, Sonia y Pablo ni consideraron la posibilidad de suspender la cirugía por el cumpleaños, porque no querían seguir esperando, en vista de que se planteaba como imprescindible para "mejorar la calidad de vida" de mi nieto.
Mientras tanto, él continuaba participando en las competencias de hip hop, siempre rodeado del afecto de sus amigos y compañeros de grupo. Por internet, tenía también amigos con los que practicaba el portugués, que era uno de los tres idiomas que aprendía en la secundaria con orientación en lenguas.
En el mes de octubre, mi pareja desde hace tres años -que se llama Pablo, como mi hijo- y yo realizamos un viaje que teníamos organizado desde hacía largo tiempo: fuimos a Torrevieja, España, donde vive mi hija Laura, su esposo y mis nietas, pero además de visitarla aprovechamos para recorrer algunos lugares cercanos a esa ciudad y otros sitios turísticos.
Mientras estuvimos allí, mantuve mi contacto con mi nieto, que continuaba dándome sus inteligentes consejos, como: "Abue, tratá de disfrutar todo lo que puedas y hacé solo las cosas que te gustan...".
El 16 de octubre, cuando él cumplió 17 años, yo estaba en el otro lado del mundo. En el futuro, este hecho habría de ser motivo de culpa y tristeza para mí, pero en ese momento Juan me contaba de los festejos con sus amigos y familiares, que se prolongaron durante varios días y lo hicieron sentirse cansado, me comentaba por whasap.
Recuerdo que le pregunté cómo se preparaba para la cirugía y me dijo que estaba tranquilo, pero "mamá y papá están como locos y no los aguanto más, jejeje...".
El se interesaba por mi viaje, me hacía preguntas, y cuando le envié imágenes de las calles lisas, sin roturas, donde mucha gente se movilizaba en sillas de ruedas como la de él, se interesó mucho y luego, mi nuera habría de contarme que Juan había fijado como su próximo objetivo viajar a España.
Porque Juan siempre se ponía objetivos y ahorraba para poder realizarlos. En aquellos días previos a la cirugía, me contó que iba a comprarse la play 4, que tanto anhelaba, para lo cual había ahorrado durante meses, y que iba a participar en una competencia de hip hop en Giles, que era donde más le gustaba, "así que tengo otro motivo para estar contento". Ese era mi nieto. Siempre hallando el lado positivo, el lado bueno, el motivo para ser feliz, a pesar de sus dolores, de las limitaciones que le imponía su discapacidad y de la amenaza que encerraba la próxima cirugía.
Uno de los regalos que le traje de España era un juego para su Play 4, que él recibió con alegría, porque, según me explicó, era la primera parte del juego que había venido junto con la Play y que no podía jugarlo porque le faltaba el comienzo. Me dijo que cuando volviera de la cirugía y estuviera repuesto, iba a poder jugar el juego completo. Estaba contento y yo, feliz de haberle dado esa alegría. Había en él una certeza tan firme de que todo iba a salir bien, que había logrado transmitirla a toda la familia. Al menos, en apariencia.
(En la fotografía, mi nieto con sus padres, Pablo y Sonia, antes de internarse para la operación)
Sus compañeros le llevaban la tarea, pero una tarde me sorprendí cuando fui a visitarlo y lo encontré con varios de sus compañeritos de clase. Creí que habían ido para ayudarlo a entender algunos de los temas tratados los días que él no había asistido a clase, pero no, era al revés: los chicos habían ido para que él les explicara esos temas, porque los había entendido mejor que ellos. Es que era muy inteligente mi nieto.
Por su obra social, tenía un acompañante terapeútico, un joven que asistía a diario a su casa para acompañarlo, para ir conociéndolo pues sus funciones serían principalmente cuando Juan regresara a su casa, luego de la operación de columna. También estaba previsto que le instalarían en su dormitorio una cama ortopédica y todos los elementos necesarios para que pudiera permanecer en reposo hasta su recuperación. Pero eso habría de ser cuando se concretara la cirugía.
La fecha era incierta. Los especialistas del Garrahan decidieron que sería mejor suspenderla hasta entrada la primavera, para asegurarse de que no hubiera ninguna epidemia en curso entre la población infantil y asegurarse de que hubiera lugar en terapia intensiva. Finalmente, la fecha se fijó para el 1° de noviembre, fecha que coincidía con el primer cumpleaños de mi bisnieto Bruno, hijo de Camila, la hija mayor de Pablo. Pero esta vez, Sonia y Pablo ni consideraron la posibilidad de suspender la cirugía por el cumpleaños, porque no querían seguir esperando, en vista de que se planteaba como imprescindible para "mejorar la calidad de vida" de mi nieto.
Mientras tanto, él continuaba participando en las competencias de hip hop, siempre rodeado del afecto de sus amigos y compañeros de grupo. Por internet, tenía también amigos con los que practicaba el portugués, que era uno de los tres idiomas que aprendía en la secundaria con orientación en lenguas.
En el mes de octubre, mi pareja desde hace tres años -que se llama Pablo, como mi hijo- y yo realizamos un viaje que teníamos organizado desde hacía largo tiempo: fuimos a Torrevieja, España, donde vive mi hija Laura, su esposo y mis nietas, pero además de visitarla aprovechamos para recorrer algunos lugares cercanos a esa ciudad y otros sitios turísticos.
Mientras estuvimos allí, mantuve mi contacto con mi nieto, que continuaba dándome sus inteligentes consejos, como: "Abue, tratá de disfrutar todo lo que puedas y hacé solo las cosas que te gustan...".
El 16 de octubre, cuando él cumplió 17 años, yo estaba en el otro lado del mundo. En el futuro, este hecho habría de ser motivo de culpa y tristeza para mí, pero en ese momento Juan me contaba de los festejos con sus amigos y familiares, que se prolongaron durante varios días y lo hicieron sentirse cansado, me comentaba por whasap.
Recuerdo que le pregunté cómo se preparaba para la cirugía y me dijo que estaba tranquilo, pero "mamá y papá están como locos y no los aguanto más, jejeje...".
El se interesaba por mi viaje, me hacía preguntas, y cuando le envié imágenes de las calles lisas, sin roturas, donde mucha gente se movilizaba en sillas de ruedas como la de él, se interesó mucho y luego, mi nuera habría de contarme que Juan había fijado como su próximo objetivo viajar a España.
Porque Juan siempre se ponía objetivos y ahorraba para poder realizarlos. En aquellos días previos a la cirugía, me contó que iba a comprarse la play 4, que tanto anhelaba, para lo cual había ahorrado durante meses, y que iba a participar en una competencia de hip hop en Giles, que era donde más le gustaba, "así que tengo otro motivo para estar contento". Ese era mi nieto. Siempre hallando el lado positivo, el lado bueno, el motivo para ser feliz, a pesar de sus dolores, de las limitaciones que le imponía su discapacidad y de la amenaza que encerraba la próxima cirugía.
Uno de los regalos que le traje de España era un juego para su Play 4, que él recibió con alegría, porque, según me explicó, era la primera parte del juego que había venido junto con la Play y que no podía jugarlo porque le faltaba el comienzo. Me dijo que cuando volviera de la cirugía y estuviera repuesto, iba a poder jugar el juego completo. Estaba contento y yo, feliz de haberle dado esa alegría. Había en él una certeza tan firme de que todo iba a salir bien, que había logrado transmitirla a toda la familia. Al menos, en apariencia.
(En la fotografía, mi nieto con sus padres, Pablo y Sonia, antes de internarse para la operación)
domingo, 25 de febrero de 2018
CIRUGIA SUSPENDIDA
Juan Pablo nunca hablaba de sus dolores. En una de mis visitas a su casa, le comenté mi dolor de cadera y lo mucho que me molestaba, y entonces él me dijo: "Abu, a mí también me duele mucho la espalda, siempre". Me quedé helada, porque fue una verdadera sorpresa para mí. Y entonces, aprendí una nueva lección de mi nieto: No hablar de mis dolores. Y no he vuelto a hacerlo.
La operación de columna se convirtió en un tema de conversación ineludible, con el avance de la escoliosis. Como los especialistas exigían determinada calidad de prótesis, importada, el proceso de fue demorando, ya que la obra social, en principio, no estaba dispuesta a cubrir los costos. Pero mi nuera, insistiendo y reclamando, consiguió que terminara aceptando y, con el tiempo, se obtuvo la prótesis elegida por el cirujano que habría de operarlo. Que, según recalcaba mi hijo constantemente, era un cirujano de gran prestigio, muy conocido y con gran experiencia en este tipo de operaciones.
La primer fecha fijada para la cirugía fue el 12 de junio de 2017. Días antes, mi nieto fue padrino de Lola, la hija de Deyanira, hija del primer matrimonio de mi nuera. A la reunión de celebración que se hizo a continuación asistió toda la familia, y en cada momento que tuvimos oportunidad de conversar, volvía a surgir el tema de la operación de Juan. Había una gran inquietud al respecto, temor en algunos, ansiedad en otros, inquietud en todos. Solo Juan parecía imperturbable, con su serena sonrisa, conversando con sus primos, con sus abuelos, jugando con los más pequeños, que veían como una divertida aventura subirse en la parte de atrás de la silla de ruedas para que Juan les diera un paseíto.
La preparación previa a la cirugía resultó bastante agotadora, ya que Juan debía ser bañado varias veces con jabón desinfectante, con un cambio total de ropa cada vez, y el último de esos baños debía ser antes de salir para el Garrahan, en horas de la madrugada, ya que desde Luján hay un largo tramo.
El día previo fui a visitar a mi nieto. En la casa se vivía un clima de caos, con mi nuera preparando la valija con la ropa que habría de llevar para permanecer varios días en el hospital, además de continuar atendiendo las necesidades de Juan y las visitas que desfilaban por la casa para darle un beso, ofrecer ayuda y desearles buena suerte. Realmente, fue una jornada agotadora. Pero continuaba viendo a mi nieto sereno, sin más queja que la dieta estricta que debía seguir en las horas previas al viaje a Buenos Aires para su internación. Me mostró un pequeño libro que le habían dado en los encuentros con una psicóloga del Garrahan, con la que había tenido varias conversaciones con el fin de prepararlo para la cirugía. "Ya lo sé de memoria, abuela -me dijo- lo leí varias veces".
Con mi hijo Alejandro, combinamos para ir juntos al hospital durante la mañana del día 13, porque suponíamos que entre la hora de su llegada y la cirugía pasarían al menos unas horas. Nos despedimos con inevitable preocupación, deseando que todo acabara lo antes posible y de la mejor manera, no sin antes dejar organizado un grupo para comunicarnos las novedades minuto a minuto a través de whasap.
Pero nos esperaba una nueva sorpresa: a la mañana siguiente, cuando ya estaba preparada para salir con mi hijo Alejandro rumbo al hospital, nos informaron que la cirugía se había suspendido porque no había lugar en terapia intensiva, donde inevitablemente mi nieto debería quedar internado durante varios días luego de la operación.
Luego de la tensión acumulada durante los días previos, la noticia nos pareció una frustración importante. Luego, cuando mi nuera y mi hijo nos contaron que habían llegado al punto de llevar a Juan a la sala de cirugía y hacerlo desvestir, para recién entonces avisar que la operación no podría realizarse, coincidimos en sentir que hubo una falta de respeto hacia la persona de mi nieto y de sus padres. Pero ya nada se podía hacer.
Más tarde, me comuniqué con Juan por whasap y me contó, contento, que lo habían llevado a comer y había pedido una hamburguesa con papas fritas, para compensar las horas de ayuno que había hecho en vano. Lo dijo con alegría, demostrando una vez más su particular manera de ver siempre el lado positivo de todo lo que le pasaba en la vida. Como siempre, me dejó con un renovado sentimiento de admiración.
domingo, 18 de febrero de 2018
JUAN y EL HIP HOP
Una de las consecuencias de la distrofia muscular fue el acortamiento de los tendones. Por esta razón, Juan ya no podía extender sus piernas totalmente, sino que las conservaba semi flexionadas, lo mismo ocurría con sus brazos, aunque no era tan notable.
Los especialistas del Garrahan le plantearon a mi hijo y mi nuera la posibilidad de una cirugía para estirar sus tendones, pero ellos descartaron la propuesta por temor a lo que pudiera ocurrir si Juan debía que pasar por un período de anestesia general demasiado prolongado. De modo que continuó con los ejercicios que le hacía la kinesióloga que iba a su casa y otros que Sonia misma le realizaba, sin que se advirtieran cambios aunque tampoco un empeoramiento en esta condición.
Mientras tanto, mi nieto se había transformado en un adolescente y, como tal, había modificado y ampliado su círculo de amigos y las actividades que realizaba, siempre con entusiasmo.
Se había integrado a un grupo de rap, que participaba en competencias de hip hop con grupos de otras localidades, y mi hijo y mi nuera lo llevaban con su silla de ruedas en la camioneta con rampa que ella tenía para entonces. Juan comenzó a participar activamente en las llamadas "compe", ganándose un espacio importante de participación, donde también fue bien recibido y, de inmediato, amado por todos sus compañeros y competidores. Con el tranquilo entusiasmo que lo caracterizaba, me dijo un día que estaba seguro de que pronto ganaría una de esas competencias y sí, como todo lo que se propuso realmente, pudo conseguirlo.
A fines del año 2016, sin embargo, surgió un nuevo motivo de alarma. A Juan Pablo le diagnostiron una escoliosis ya bastante avanzada, que, según los especialistas, con el tiempo irá empeorando y terminaría afectando sus pulmones y reduciendo su capacidad respiratoria. Que, según los últimos estudios que le realizan en el Garrahan, había mejorado bastante, pero si se oprimía su pulmón, el resultado sería negativo y sin duda, peligroso. Los especialistas no daban otra alternativa más que la cirugía, colocándole una prótesis para mantener la columna erguida, ya que sus músculos, afectados por la distrofia, no tenían fuerza para sostenerla.
Los especialistas del Garrahan le plantearon a mi hijo y mi nuera la posibilidad de una cirugía para estirar sus tendones, pero ellos descartaron la propuesta por temor a lo que pudiera ocurrir si Juan debía que pasar por un período de anestesia general demasiado prolongado. De modo que continuó con los ejercicios que le hacía la kinesióloga que iba a su casa y otros que Sonia misma le realizaba, sin que se advirtieran cambios aunque tampoco un empeoramiento en esta condición.
Mientras tanto, mi nieto se había transformado en un adolescente y, como tal, había modificado y ampliado su círculo de amigos y las actividades que realizaba, siempre con entusiasmo.
Se había integrado a un grupo de rap, que participaba en competencias de hip hop con grupos de otras localidades, y mi hijo y mi nuera lo llevaban con su silla de ruedas en la camioneta con rampa que ella tenía para entonces. Juan comenzó a participar activamente en las llamadas "compe", ganándose un espacio importante de participación, donde también fue bien recibido y, de inmediato, amado por todos sus compañeros y competidores. Con el tranquilo entusiasmo que lo caracterizaba, me dijo un día que estaba seguro de que pronto ganaría una de esas competencias y sí, como todo lo que se propuso realmente, pudo conseguirlo.
A fines del año 2016, sin embargo, surgió un nuevo motivo de alarma. A Juan Pablo le diagnostiron una escoliosis ya bastante avanzada, que, según los especialistas, con el tiempo irá empeorando y terminaría afectando sus pulmones y reduciendo su capacidad respiratoria. Que, según los últimos estudios que le realizan en el Garrahan, había mejorado bastante, pero si se oprimía su pulmón, el resultado sería negativo y sin duda, peligroso. Los especialistas no daban otra alternativa más que la cirugía, colocándole una prótesis para mantener la columna erguida, ya que sus músculos, afectados por la distrofia, no tenían fuerza para sostenerla.
Los médicos les explicaron a mi hijo y a mi nuera, incluso a mi nieto, los riesgos de la
cirugía, pero a la vez, le aclararon que la alternativa restante era dejar
que el proceso siguiera adelante, hasta que no pueda respirar debido a la desviación
de la columna. Plantearon que la operación implicaba un riesgo de vida, sobre todo por la prolongada
anestesia a que debería ser sometido Juan, pero los argumentos utilizados resultaron lograron convencer a
sus padres de que era la única alternativa para mejorar la calidad de vida de mi
nieto y extenderla un poco más. Cuánto, no se sabe.
Cuando le pregunté a mi nieto qué pensaba sobre esta operación, Juan me respondió que, ya que no le quedaba otra, se atrevía a enfrentarse a la situación, Pero cuando me puse a leer sobre el procedimiento de esta cirugía, el temor y la angustia me dominaron al tomar conciencia de los peligros que implicaba:
Que Juan no resistiera la anestesia. Que no
pudiera salir del período de terapia intensiva a que deberíaser sometido. Que el
dolor posterior a la cirugía fuera demasiado terrible y la morfina que deberían darle para aliviarlo terminara haciéndole daño. Que luego de recuperado, quedara con
su espalda rígida y los brazos no llegaran al teclado de su computadora, que le
desde hacía años le servía para relacionarse con otros y entretenerse.
sábado, 10 de febrero de 2018
LLega el BiPAP para Juan
Al
ingresar en la escuela secundaria, Juan Pablo continuó yendo con su silla de ruedas a
batería, pero siempre acompañado por alguno de sus padres y, eventualmente, por
mí, que vivía a pocas cuadras de su casa y podía hacerlo. Pero a Juan no le
gustaba que llegaran con él hasta la puerta de la escuela, sino hasta media
cuadra antes de llegar, supongo que para no sentirse disminuido ante sus amigos
que llegaban solos.
A pesar
de que su discapacidad se lo permitía, no quiso ser exento de la obligación de
participar en las clases de gimnasia, se levantaba más temprano cuando
correspondía y logró una integración plena, incluso cuando jugaban al fútbol, siempre en su silla de ruedas.
Ingresando
en la adolescencia, comenzó a participar en grupos de estudio, a salir a comer
hamburguesas con sus amigos al centro de Luján, a organizar encuentros en su
propia casa o asistiendo a los que se hacían en casa de sus amigos.
Cuando se
inició la ronda de cumpleaños de quince de las chicas integrantes de su curso también lo invitaban y siempre pudo estar presente, bien recibido y feliz de
estar con sus amigas. No advertí en ningún momento señal alguna que me hiciera
suponer que sufría algún tipo de discriminación en la escuela ni burlas de
ninguna clase en la calle, lo que me hizo feliz y me dejó bastante tranquila y
muy orgullosa de mi nieto.
Lamentablemente, comenzaron a agravarse sus problemas respiratorios, porque cada vez que se
resfriaba o iniciaba un proceso con tos, corría gran riesgo de que derivara en
una neumonía, ya que carecía de fuerza para expulsar las flemas y aún de
sonarse fuerte la nariz. En algunas oportunidades debió pasar unos días
internado, para recibir mejor tratamiento, y muchas veces se vio forzado a
faltar a clases para seguir un tratamiento con antibióticos y nebulizaciones.
Al advertir la facilidad que tenía para contagiarse las enfermedades
respiratorias, mi hijo y mi nuera optaron por hacerlo faltar a la escuela
cuando hacía mucho frío, llovía o sabía de otros chicos enfermos que estaban
asistiendo a clases.
Siempre tuvo apoyo de las autoridades escolares y sus
amigos jamás dejaron de llevarle la información sobre las clases recibidas, las
tareas a realizar y el material que debía preparar para las futuras pruebas o
exámenes. Mi nuera lo ayudaba a ponerse al día, pero lo cierto es que Juan
nunca tuvo dificultades intelectuales, siempre aprendió fácilmente cada una de
las materias y le fue muy sencillo mantenerse al día, a pesar de faltar
bastante seguido a clases. Continuaba conservando uno de los promedios más
altos de su grupo y sus compañeros, seguían queriéndolo y acompañándolo.
Con el
aumento de peso, mi nieto fue cambiando un tanto su aspecto físico. Pero su
carácter tan especial se puso de manifiesto una vez más, ya que cuando los
médicos le señalaron la dieta que debía realizar, nunca puso reparos y aprendió
el autocontrol de una manera envidiable, al menos para mí que soy incapaz de
ejercer esta cualidad. Él sabía qué le estaba permitido comer y cuánto, y solo cuando la
tentación era muy grande, le pedía permiso a su madre para repetir la porción,
obedeciendo sin reparos si ella le decía "no puede ser". De verdad, Juan era una criatura muy especial y maravillosa, digna de ser admirada y querida sin
límites ni condiciones.
**En la imagen, Juan con su prima Josefina, en el cumpleaños de 15 de ella.
***A la izquierda, Juan en mi cumpleaños, junto a su hermana Belén.
****Juan Pablo, 16 años, reunido con un grupo de jóvenes con los que estaba perfectamente integrado y feliz.
Pero, lamentablemente, la distrofia continuaba su progreso de manera solapada y triste.
***A la izquierda, Juan en mi cumpleaños, junto a su hermana Belén.
****Juan Pablo, 16 años, reunido con un grupo de jóvenes con los que estaba perfectamente integrado y feliz.
Pero, lamentablemente, la distrofia continuaba su progreso de manera solapada y triste.
De noche, Sonia me comentaba que se despertaba muy seguido y ella debía darle
vuelta y acomodarlo, ya que su falta de fuerza muscular le impedía hacerlo por sus propios medios.
Posteriormente, los
especialistas del Garrahan lo hicieron internar durante una noche para someterlo a controles del sueño y la respiración, con lo cual se pudo establecer que
su sueño interrumpido se debía a dificultades respiratorias.
Finalmente, se determinó que debía utilizar un BiPAP durante las horas del sueño.
El término BiPAP significa Presión Positiva de Vía Aérea de dos Niveles o Sistema de Bipresión Positiva y consiste en un sistema de ventilación mecánica no invasiva, ya que no utiliza tubos endotraqueales ni traqueostomía, y su tarea es la creación de un flujo de aire que genera una presión intratorácica positiva. La presión de aire positiva permite mantener las vías aéreas abiertas facilitando la respiración y es ejercida a través de una máscara que se coloca sobre la nariz y/o boca del paciente.
La
primera vez que lo vi con ese aparato, sentí un golpe en el corazón. Me
impresionó profunda y dolorosamente, algo que no me había ocurrido al verlo
cuando estrenó su silla de ruedas, porque la silla le permitió el acceso a una
libertad de movimiento que había perdido desde que no pudo usar más su triciclo
y, posteriormente, el cuatriciclo que le habían comprado. Pero este artefacto
para respirar era algo que lo sometía, lo dejaba atrapado en una posición que
me hizo temer por su futuro.
Sin embargo, él
continuaba adelante con su vida.
Su hermosa sonrisa seguía adornando su boca pequeña, de labios carnosos, como la de su madre, y todos seguían señalando que tenía los ojos verdes como su abuela Eva. Llegando a los 16 años, su voz continuaba siendo infantil, sus pies pequeños y sus manos frágiles, pero sabía expresarse con absoluta propiedad, conversar y argumentar a favor de sus gustos y opiniones. Se podía recurrir a él para recibir consejos asombrosamente sensatos y racionales, expresados con su voz todavía infantil y su inefable serenidad.
jueves, 8 de febrero de 2018
ABANDERADO EN SILLA DE RUEDAS
Mientras
tanto, la distrofia muscular continuaba progresando lenta y paulatinamente. Ya
era notable que sus pies no se desarrollaban de acuerdo con su estatura, si
bien al estar siempre en su silla de ruedas era difícil calcular cuán alto
estaba. Tampoco sus manos crecieron, sus deditos continuaron siendo finos y
delgados, muy flexibles, pero afortunadamente los usaba hábilmente para escribir, dibujar, pintar sus trabajos escolares y, sobre todo, manejar con
gran habilidad y rapidez el teclado de su computadora. Aprendió a conectarse
para participar de juegos en línea, mediante los cuales fue incrementando el
número de amigos en la red virtual, aunque también era habitual que los
compañeros de escuela con los que ha logrado una relación amistosa más apegada
lo visitaran en su casa y alguno, hasta se quedaba a pasar la noche en su casa.
En uno
de los años superiores del ciclo primario, Juan Pablo fue abanderado de la escuela.
Aunque
por falta de fuerza muscular en sus bracitos no pudo cargar el mástil con la
bandera, lo que hizo uno de sus compañeros, orgulloso de poder ayudarlo y
mostrar su apoyo. En la página de noticias de Luján en Línea, se publicó una nota comentando que un niño con discapacidad motriz había sido abanderado y se pusieron estas imágenes que comparto en mi blog.
Fuimos con Santiago al acto y tengo fotografías donde se lo
ve mirando a Juan con esa mezcla de pena y orgullo que siempre le dedicaba en
sus miradas. Porque Juan y él se habían hecho de alguna manera amigos,
conversaban mucho, tal vez porque ambos compartían una discapacidad física que
les impedía moverse libremente, pero los dos seguían adelante no obstante esas
dificultades. Santiago quería mucho a Juan, hablaba de él con todos sus conocidos y la compasión que había sentido al comienzo, al saber de su discapacidad motriz, se había ido transformando en admiración.
Juan Pablo y Santiago conversaban y compartían bromas, luego, con el tiempo, supe que hubo algunas confidencias de parte del abuelo al nieto. Y Juan no las olvidó. Cuando, luego de quedar viuda, mi nieto oyó comentar que Santiago se hubiera puesto celoso si me viera iniciar una nueva relación sentimental, Juan les dijo que no era así, porque Santiago le había dicho que quería que yo fuera feliz y estuviera acompañada de alguien que me cuidara.
El anciano y el niño... una hermosa relación de afecto, entre dos personas que compartían la dura prueba de una discapacidad.
miércoles, 7 de febrero de 2018
Juan Pablo era un niño inteligente, feliz, integrado, con amigos y maestros que lo querían.
Pero la distrofia muscular continuaba su avance, lentos, silencioso, implacable; ya sabíamos que no había remedio, solo maneras de hacer lo más lento posible el proceso.
El uso de la silla de ruedas significó para mi nieto un paso a la independencia de movimientos, pero al gastar cada vez menos energía, en los años siguientes comenzó a aumentar de peso, haciendo cada vez más difícil levantarlo.
Fruto de la lucha incansable de mi nuera, Sonia, la obra social terminó entregándoles un elevador, aparato diseñado especialmente para levantar a Juan de la cama y llevarlo hasta su silla de ruedas o al baño. El lo tomaba con naturalidad, al menos aparentemente.
También tenía asistencia de una kinesióloga, que acudía a su casa para hacerle ejercicios de movilización y respiratorios, destinado a aumentar su capacidad pulmonar.
Periódicamente, lo llevaban al Hospital Garrahan, donde se le hacían diversos estudios para controlar su estado general y el avance de la distrofia muscular que lo afectaba. Todo esto demandaba tiempo y esfuerzos, además de gastos, pero del mismo modo que sus padres nunca se quejaron de estas obligaciones, Juan Pablo tampoco lo hacía.
A menudo, se veía obligado a faltar a la escuela, porque debía cuidarse para evitar los resfríos, que rápida y fácilmente podían derivar en tos y, a raíz de su dificultad para expulsar la flema, convertirse en una bronquitis o, incluso, en una neumonía.
Mientras tanto, disfrutaba de la visita de sus compañeros de clase, de los festejos de sus cumpleaños, en los que se lo veía feliz y con su sonrisa permanente.
(En la imagen superior, Juan con su primo, su hermana Deyi y Sonia, su madre)
Pero la distrofia muscular continuaba su avance, lentos, silencioso, implacable; ya sabíamos que no había remedio, solo maneras de hacer lo más lento posible el proceso.
El uso de la silla de ruedas significó para mi nieto un paso a la independencia de movimientos, pero al gastar cada vez menos energía, en los años siguientes comenzó a aumentar de peso, haciendo cada vez más difícil levantarlo.
Fruto de la lucha incansable de mi nuera, Sonia, la obra social terminó entregándoles un elevador, aparato diseñado especialmente para levantar a Juan de la cama y llevarlo hasta su silla de ruedas o al baño. El lo tomaba con naturalidad, al menos aparentemente.
También tenía asistencia de una kinesióloga, que acudía a su casa para hacerle ejercicios de movilización y respiratorios, destinado a aumentar su capacidad pulmonar.
Periódicamente, lo llevaban al Hospital Garrahan, donde se le hacían diversos estudios para controlar su estado general y el avance de la distrofia muscular que lo afectaba. Todo esto demandaba tiempo y esfuerzos, además de gastos, pero del mismo modo que sus padres nunca se quejaron de estas obligaciones, Juan Pablo tampoco lo hacía.
A menudo, se veía obligado a faltar a la escuela, porque debía cuidarse para evitar los resfríos, que rápida y fácilmente podían derivar en tos y, a raíz de su dificultad para expulsar la flema, convertirse en una bronquitis o, incluso, en una neumonía.
Mientras tanto, disfrutaba de la visita de sus compañeros de clase, de los festejos de sus cumpleaños, en los que se lo veía feliz y con su sonrisa permanente.
(En la imagen superior, Juan con su primo, su hermana Deyi y Sonia, su madre)
lunes, 5 de febrero de 2018
LLEGO LA SILLA DE RUEDAS
Pero al
finalizar su preescolar, Juan había recibido su silla de ruedas eléctrica, que
le permitiría mayor libertad de movilidad. Si tuvimos alguna duda sobre cuál
habría de ser su actitud al pasar a la silla de ruedas, pronto él se encargó de
demostrarnos una vez más, su actitud positiva y optimista.
Recuerdo que me
dijo: “Abu, ¿cuántos chicos de mi edad pueden manejar un auto con bocina y
todo?”.
Porque para Juan, la silla había pasado a ser su automóvil propio, con
el que aprendería a movilizase no solo en el interior de su casa, sino en las
calles y donde fuera que pudieran llevarlo. Y él SIEMPRE supo ver el lado positivo y bueno de las cosas.
Luchando por las rampas
Ese año debía iniciar el ciclo primario en la Escuela Normal, a pocos metros del Jardín, pero establecimiento tenía escaleras en el ingreso y los accesos a las
aulas tenían escaleras, escaleras para salir al patio, también.
De modo que
iniciamos la lucha para gestionar que se hicieran las rampas, al menos una de
ingreso a la escuela y otra en alguna de las cuatro bajadas al patio. Ya
había en esa escuela un niño con una discapacidad semejante a la de mi nieto,
que se veía en dificultades por la falta de rampas y unificamos los pedidos de
las dos familias.
Entonces, la directora de la escuela dijo que no se podían hacer rampas
porque la escuela perdería su estilo
arquitectónico original, argumento que demostraba sin lugar a dudas la tanta falta de criterio humano de esta profesional de la enseñanza.
Luego, se habló de falta de presupuesto para hacer rampas, pero mi hijo Pablo ofreció hacerlas de
madera, de modo que se pudieran retirar en algunos momentos que no fueran
necesarios, otros padres se mostraron de acuerdo, pero la dirección fue
inflexible.
Después de muchas idas y venidas, reclamos al Concejo Escolar y
publicaciones en los medios locales, se anunció la construcción de rampas, pero ante la manifiesta
hostilidad de la directora de la escuela Normal, los padres del otro niño ya lo
habían trasladado a otro establecimiento y mi nuera obtuvo una vacante para
Juan en la Escuela 28, que tenía rampas de acceso, espaciosos pasillos entre
las aulas, y hasta un baño para discapacitados.
Allí
fue mi nieto, muy bien recibido por directivos, docentes y compañeros. Se hizo
de muchos amigos, uno de los cuales adoptó la función de protector de Juan, lo
acompañaba a todas partes y aseguró que, si alguien molestaba a su amigo,
debería vérselas con él.
Para
entonces, la obra social había entregado a Juan su silla de ruedas a batería,
que él pronto y sin dificultades aprendió a utilizar y conducía como si fuera
un automóvil. A los amiguitos les gustaba treparse en la parte de atrás de la
silla y que Juan los llevara a dar una vuelta.
Hablar
en cualquier lugar de mi nieto, que iba a la escuela 28, era hallar
inevitablemente a alguien que lo conocía y apreciaba, alguien que hablaba de él
con admiración, porque realmente era un excelente alumno, pero además
simpático, alegre y para nada había adoptado la actitud de resentimiento y
desconfianza tan habituales en muchos que sufren una discapacidad.
lunes, 29 de enero de 2018
LLEGÓ EL DIAGNÓSTICO
Posteriormente,
luego de unos años, al observar la evolución de su patología, una nueva
biopsia permitió determinar que estaba afectado por distrofia muscular de Ullrich. A
esto se debía su hiperlaxitud articular, que con el tiempo podría derivar en
fuertes contracturas en el tendón de Aquiles y otros flexores.
Yo manejaba habitualmente el
internet y busqué información sobre esta distrofia que aquejaba a mi nieto, que
me resultó sumamente desalentadora. Aprendí
que la UCMD es una enfermedad progresiva grave y que en la actualidad no existe
terapia curativa, aunque el tratamiento de apoyo podría mejorar su calidad de
vida.
Las
principales formas de tratamiento paliativo son fisioterapia, movilización
temprana, extensión regular y entablillado. Normalmente, en la primera o
segunda década de la vida se requiere soporte respiratorio con ventilación
nocturna; se hará necesaria la profilaxis de infecciones de tórax y el uso
oportuno de antibióticos.
Con el tiempo, podría llegar a necesitar el uso de una sonda nasogástrica para la
alimentación, liberación quirúrgica de las contracturas y cirugía para evitar
la progresión de la escoliosis.
La
mayoría de los pacientes no puede caminar o sólo es capaz de hacerlo durante un
corto periodo de tiempo, normalmente hasta antes de la pubertad. Los niños
pueden estar de pie y caminar con ayuda de férulas para piernas.
Sin duda, este pronóstico fue un duro golpe para mí, si bien no pude tratar en profundidad el tema con mi nuera, que ya veía perturbada y con señales de angustia, y mucho menos con mi hijo, que continuaba refugiándose en la negación.
Juan Pablo no entendía nada de esto, pero continuaba andando en su triciclo, compartiendo la vida familiar con un entusiasmo que hacía dudar que realmente estuviera condenado a un proceso tan dramático e irreversible. Seguía siendo hermoso, alegre y daba muestras de una gran inteligencia.
(En la imagen superior, está conmigo y con sus primas Luisina y Luz. En la otra imagen, con sus hermanas Camila y Belén.)
viernes, 26 de enero de 2018
UN ABANDERADO EN TRICICLO
En el
año de preescolar obligatorio, Juan fue inscripto en el jardín de infantes de
la escuela Normal.
Asistía con su triciclo, lo que llevó a otros niños a plantear que, si él podía llevar su triciclo, ellos también podían hacerlo. La maestra se aprestaba a darles una explicación sobre el tema cuando Juan levantó la mano y le pidió a la docente permiso para explicarles él mismo; pasó al frente y les dijo a sus compañeritos que él usaba triciclo porque no podía caminar, pero ellos podían hacerlo y, por lo tanto, no necesitaban su triciclo para movilizarse. Al p arecer, su explicación fue muy bien entendida por todos, porque ya no hubo más reclamos para llevar el triciclo de parte de los otros niños.
Asistía con su triciclo, lo que llevó a otros niños a plantear que, si él podía llevar su triciclo, ellos también podían hacerlo. La maestra se aprestaba a darles una explicación sobre el tema cuando Juan levantó la mano y le pidió a la docente permiso para explicarles él mismo; pasó al frente y les dijo a sus compañeritos que él usaba triciclo porque no podía caminar, pero ellos podían hacerlo y, por lo tanto, no necesitaban su triciclo para movilizarse. Al p arecer, su explicación fue muy bien entendida por todos, porque ya no hubo más reclamos para llevar el triciclo de parte de los otros niños.
En pocos días, Juan llegó a ser amado por maestros y compañeros,
siempre luciendo su sonrisa feliz y su carita tan bella. Una carita de ángel.
Era imposible conocer a Juan y no amarlo.
Sus maestras siempre lo integraron a los actos escolares, los otros niñitos caminaban y él, iba en su triciclo. También fue escolta de la bandera, en uno de los actos, de modo que no puedo decir que fue discriminado nunca y de ninguna manera.
¿No se ve la felicidad
en su hermosa carita...?
En la última imagen, se lo ve con su carita de cansado, después del acto de fin de curso, cuando terminó su año en el Jardín de Infantes de la Escuela Normal. A su lado, mi hijo Pablo, mi nieta Belén, mi nuera Sonia y la maestra de Juan. ¡Qué lejanos parecen aquellos días! Es como si hubiera pasado un siglo ya...
jueves, 25 de enero de 2018
Juan Pablo y su lucha para integrarse al sistema escolar
Mi hijo Pablo tenía dos hijas, Camila y Belén, nacidas en su primer matrimonio. Las niñas habían quedado viviendo con su madre, pero cuando Juan aún era muy pequeños, fueron a vivir con su padre
y compartían la vida familiar con Juan Pablo. Nunca
tuvieron problemas de integración, se amaron como hermanos y esa relación
continuó sin fisuras durante toda la vida de mi nieto.
Camila
asistía a la escuela agrícola, y cuando se hizo una fiesta durante un fin de
semana, concurrimos con ellos para disfrutar del almuerzo campestre y las
demostraciones de los alumnos del establecimiento. Yo había comenzado a
trabajar hacía pocos días atendiendo el almacén de una amiga que viajó a pasar
un tiempo en su tierra natal, Italia, pero luego de haber sido periodista y
haber conducido mis propios programas de radios, me sentía incómoda en la tarea
que debía realizar. Se los comenté a mi hijo y mi nuera y ellos me aconsejaron
tener paciencia, esperar, que seguramente era cuestión de tiempo y ya me
acostumbraría. Entonces, mi pequeño nieto, de cuatro años, que hasta entonces
había estado embebido en sus juegos, se volvió hacia nosotros y me dijo:
“Abuela, si no te gusta ese trabajo, vas y
le decís: ¡renuncio!”.
Los demás se rieron, pero yo sentí que ese fue el
mejor consejo que había recibido, y que mi nieto había sido la única persona
que había pensado e
n mis sentimientos antes de expresar su opinión. Ahora, que
han pasado tantos años, sigo pensando que el suyo fue el mejor consejo que
recibí en mi vida.(la imagen de la derecha es de aquel histórico momento en que recibí el consejo de mi nieto)
Juan ya
no caminaba, pero continuaba movilizándose en su triciclo y eso le daba una relativa independencia. Sonia lo inscribió en el jardín de infantes
que dependía de la capilla San Cayetano y el pequeño estaba entusiasmado y
feliz imaginándose integrado a los otros niños.
Le compraron una pequeña
mochila y el guardapolvo, pero unos días antes de iniciarse el período escolar,
las autoridades del establecimiento llamaron a mi nuera para informarle que
debido a la discapacidad de mi nieto no podrían tomarlo como alumno. La versión
oficial era que podía tener algún accidente, caerse, que era demasiado frágil y
que las maestras no estaban en condiciones de hacerse cargo de un niño con
estos problemas, y tampoco tenían posibilidades de tener una empleada extra
para que se hiciera cargo. De modo que hubo que informarle que no podría ir al
jardín de infantes. A nadie pareció importarle el dolor que significó para el pequeño e ilusionado niño esta noticia. Toda la familia lo sufrimos, pero fue uno de los obstáculos que mi nieto debió sobrellevar a lo largo de su vida.
En esos
momentos, sumamente enojada y dolida, decidí solicitar el uso de la Banca
Abierta, que se había implementado en el Concejo Deliberante de Luján para dar
lugar a los particulares pudieran exponer problemas, hacer reclamos o presentar
proyectos de temas puntuales.
Ya habían pasado por ella varias personas de
Luján y me di cuenta de que sería posible para mí hablar de los derechos de los
niños con discapacidad, haciendo un planteo integral de las medidas que el
Municipio podría y debería tomar para facilitar la rutina de vida en la ciudad
a los niños que tuvieran una discapacidad motriz, como era el caso de mi nieto.
En
aquel entonces, mis antecedentes como periodista de dos medios, aunque ya me
había retirado, y mi continua presencia en el Concejo Deliberante para
acompañar a Santiago, que era el taquígrafo del Cuerpo, me había hecho conocida
y no me fue nada complicado conseguir la cantidad de firmas necesarias para
respaldar mi solicitud de la Banca.
Antes
de la fecha que me fue asignada, me hicieron notas en distintos medios locales,
donde expliqué el tema que trataría y algunos familiares de niños con
discapacidad empezaron a llamarme por teléfono para relatarme sus propios
problemas. También se comunicó conmigo quien era entonces encargado del área de
discapacidad, un hombre que había sufrido poliomielitis durante su niñez y
andaba usando muletas, con grandes dificultades de movilidad. Me pareció que
había en él una especie de resentimiento, tal vez imaginó que yo pretendía
pasar por encima de su investidura, pero luego de algunas conversaciones aceptó
que yo iba a dedicarme al área de la infancia y anunció que me daría su apoyo.
Me
dieron fecha para hablar antes del inicio de una sesión ordinaria, como era
costumbre. Recuerdo que me había preparado buscando material en internet sobre
los derechos del niño, la legislación referida a la forma de implementarlos,
las barreras arquitectónicas y todos los demás obstáculos que dificultaban la
vida a los niños con discapacidad motriz y sus familias. Utilicé los recursos
que había aprendido hacía muchos años en la Escuela Teocrática, donde nos
enseñaban a armar discursos y a aprender a organizar el material y medir el
tiempo para no pasarnos. Había sido lo más útil que rescaté de mi vida como
Testigo de Jehová.
Antes
de iniciarse la sesión, vi con sorpresa y entusiasmo cómo iba llegando gente
que no eran público habitual de las sesiones, entre ellos familiares de niños
con discapacidad motriz.
Inicié
mi exposición contando que había una vez un niño pequeño que esperaba con
ilusión el primer día en que iría al jardín de infantes. Le di el estilo de cuento y podía sentir las
miradas de los ediles, fijas en mí, en medio de un silencio impresionante, que
pocas veces se advertía en el recinto. A medida que iba desarrollando el tema,
el interés parecía profundizarse y cuando terminé, un aplauso sostenido puso
corolario a todo lo hablado.
Una
adolescente que se había contactado conmigo para informarme que había estado
haciendo un relevamiento en la calle sobre las barreras que fastidiaban a los
discapacitados, pero también a las madres con carritos de bebés y a las
personas que eventualmente se veían obligadas a usar muletas o bastones, me
entregó una copia del material que había reunido y se unió al grupo de la incipiente
Asociación de familiares de niños con discapacidad motriz, que intentamos
organizar.
Fueron varias las familias que se pusieron en contacto conmigo para
contarme sus problemas y ofrecerse para formar parte del grupo. Había que
organizarse como entidad, para tener personería jurídica y entonces Oscar Luciani,
que por entonces era concejal de la UV, se ofreció a pagar el costo del
registro de las firmas, en una escribanía de las inmediaciones, que eran
conocidos suyos. Lamentablemente, luego de numerosos encuentros para elaborar
el estatuto de esta Asociación, cuando llevé lo que creí eran todos los papeles
en orden a Mercedes, resultó que las chicas que con tanto ahínco y entusiasmo
trabajaban, que ni siquiera tenían familiares con discapacidad, no podían
formar parte de la junta directiva por ser menores de 21 años. No pude hallar
gente mayor que tuviera tiempo y voluntad para integrarse y quedó todo en puro
anuncios.
Pero el
planteo al gobierno municipal estaba hecho y luego de algunos meses, comenzaron
a verse algunos resultados. Se repararon algunas aceras, empezaron a mejorar
rampas rotas y hacer otras nuevas, y en una oportunidad, mientras mi nuera iba
por la calle con Juan, él le dijo:
“Ves, mamá, le hicieron caso a la abuela Eva
y están haciendo rampas”. Fue una alegría y sentí mucha ternura de saber que mi
pequeño nieto me atribuía el mérito por esas obras, aunque en realidad no era así.
Finalmente, la concejal vecinalista Amanda Robles presentó un proyecto, que fue aprobado
por unanimidad, solicitando las obras necesarias
para facilitar la movilidad de los discapacitados motrices, incluido el
traslado del registro civil, que se hallaba a una altura inaccesible, y las
rampas en las escuelas, calles, juegos que permitieran la integración de estos
niños, etc.
miércoles, 24 de enero de 2018
Juan en casa, un mundo de anécdotas
Después
de un tiempo, debido a las dificultades de movilidad que tenía mi marido, quien
había sufrido un ACV hacía un par de años, me resultaba complicado dejarlo solo
varias horas.
Entonces, Sonia comenzó a traer a mi nieto al departamento en el
que vivíamos entonces, a dos cuadras de su casa.
Juan llegaba en su triciclo, que
podía manejar sin problemas, y apenas entraba, con su sonrisa resplandeciente y
anunciaba: “¡Yo vine!”.
De inmediato se dirigía al dormitorio, donde encontraba
a Santiago todavía en la cama, y le decía: “¡Hay sol, Santiago!”, lo que
interpretábamos como un aliciente para que se levantara.
Aunque, en realidad,
si bien él no estaba consciente de eso, el SOL era él.
Solíamos
salir a dar una vuelta por el barrio, Juan en su triciclo y yo a su lado. En
las esquinas debía levantarlo con triciclo incluido, para subir y bajar de las
aceras. Cuando llegábamos a un lugar de descanso, me miraba con sus ojos llenos
de agradecimiento y muchas veces me dijo: “Abuela, te quiero hasta el cielo ida
y vuelta”. Palabras de amor que me emocionaron y quedaron grabadas para siempre
en mi memoria.
Algunas
veces, Santiago salía con nosotros, él también con su paso irregular,
rengueando notablemente, sin poder apurarse. Una vez, Juan propuso que tendrían
que conseguirse una silla de ruedas para cada uno y salir juntos; había
comenzado a gestarse una relación especial entre aquellas dos personas, una muy
pequeña y otra anciana, obligadas a sufrir limitaciones físicas.
Una
tarde, lo llevamos hasta una peluquería cercana para cortarle el pelo; al
finalizar su trabajo, la peluquera, que también se llamaba Sonia, le preguntó
si le gustaba cómo había quedado y Juan le contestó “No gustó”. Fue muy
gracioso, para mí, pero me pareció que la joven quedaba un poco dolida. Seguro ella
no estaba acostumbrada a recibir la desaprobación explícita de sus clientes.
Sonia y
Pablo tenían mucho trabajo en ese tiempo, a veces llegaban de noche, a la hora
en que ya deberíamos estar cenando. Como Santiago era diabético, en una
oportunidad el retraso en la hora de comer lo hizo sentirse flojo y mareado,
entonces dije que podía ser por falta de azúcar en la sangre, le hice la
medición correspondiente, lo que confirmó mis presunciones. Entonces, me
apresuré a darle de comer, mientras Juan observaba todo el proceso. Otro día,
cuando sus padres volvieron a demorarse, Juan dijo: “Me parece que me bajó el
azúcar…”. Una manera muy inteligente y
graciosa de pedirme que le diera algo de comer. ¡Era muy inteligente desde tan
pequeño…!
A
veces, mientras Santiago miraba televisión, me iba al dormitorio con Juan, me
acostaba y lo colocaba sobre mi panza, jugando a que yo era un caballo y él iba
cabalgando. ¡Cómo se reía entonces…! Otras veces, cuando me ponía a preparar la
cena, lo llevaba conmigo a la cocina y lo sentaba en una silla elevada con
almohadones, le entregaba algún elemento para que pudiera ayudarme. Por
ejemplo, huevos duros para pelar, o separar las masas de empanadas… y a él le
encantaba ayudarme. También
en mi casa, Juan se acostumbró a comer mandarinas, que era mi fruta preferida
del invierno. Y en su casa, a veces protestaba: “¿En esta casa nunca hay
mandarinas?”
Esas
frases, esos momentos, esos recuerdos luminosos de mi nieto van a vivir siempre
en mi memoria, haciéndome sonreír a veces y emocionándome en otros.
Con el
afán de aliviar a Santiago, que a pesar de querer mucho a Juan a veces se
fastidiaba porque el nene solo quería mirar dibujitos animados y a él no le
gustaban, empecé a enseñarle a jugar en la computadora. Bajé algunos juegos
sencillos, pero mi nieto pronto me sorprendió al demostrarme que eran más
sencillos para él que para mí misma. Además, a pesar de no saber leer y tener
esos deditos tan frágiles y delgados, aprendió sin esfuerzo cuáles eran teclas
y botones que debía oprimir para encender la computadora, para navegar en internet,
para buscar sus juegos. Apenas tenía tres años y lo tenía en mis brazos, pero
me enseñaba lecciones de interés por la vida y esfuerzo de manera permanente.
De
tanto en tanto, lo llevaba al cine Numancia, que por entonces funcionaba en
Luján. Era un poco incómodo porque debía subir una escalera empinada hasta la
sala y luego continuar subiendo para ubicarnos en las butacas, pero Juan aún
era liviano y podía hacerlo, siempre con mucho cuidado por temor a caerme con
él y hacerle daño. Lo llevaba a ver películas de dibujitos animados, de Walt
Disney, y mientras miraba fascinado las imágenes de leones, peces y otros
personajes, mientras yo solamente lo miraba a él, porque su expresión era mi
felicidad y me llenaba de ternura.
A las
tardes, le compraba chizitos, que a él le encantaban y a mí también, para qué
negarlo. Y Juan no engordaba, se mantenía muy flaquito, con sus piernas
delgadas como palitos, sostenidas por las valvas, que periódicamente debían
sustituirse por otras nuevas.
Por
entonces, mi hija Laura venía a visitarnos de vez en cuando y nos reuníamos en
familia. Mientras Pablo y Santiago hacían asado en el chulengo que teníamos en el
patio, Juan podía pasar tiempo con sus primitas.
(a la izquierda, con Luisina y Luz. Abajo, a la derecha, con mi nieta Sofía)
Entonces, llegó la partida
de Laura a España y muchas fueron las preguntas que mi nieto me fue haciendo
sobre este viaje. ¿Por qué la tía Laura se va? ¿Queda muy lejos España? ¿Cómo se
llega a España? ¿No va a venir nunca más a visitarnos…?
Momentos. Momentos
emotivos, intensos, inolvidables…
Cuando
Laura se fue, dejó en mi casa una caja enorme con ladrillos de plástico para
armar juegos, que habían sido de sus hijas, y muchas tardes Juan jugaba armando
robots de colores, que luego se enfrentaban con otro armado por mí, era uno de
los juegos que teníamos con Juan en la enorme sala de aquel apartamento de la
esquina de Lamadrid al 1400.
Juan
estaba hermoso entonces. Su cabeza ya no tenía la forma extraña que en sus
primeros meses de vida había dado lugar a que Nicolás, pareja de mi hermana
Lourdes, pensara que tenía hidrocefalia o iba a ser mogólico. En lugar de eso,
era un niño de notable belleza, cabellos casi rubios, ojos verdes, blanquísimo,
delgado, con una voz alegre y llena de vida y alegría.
Era un niño feliz, a
pesar de sus limitaciones de movimiento y sus continuos accidentes, había
dejado de usar pañales a la edad normal de cualquier criatura y hablaba
pronunciando correctamente las palabras, incluso armaba las oraciones sin
errores y si alguna vez se equivocaba y era corregido, con una vez era
suficiente.
Yo estaba
orgullosa de mi hermoso e inteligente nieto y no me importaba tanto como a
Santiago que nunca pudiera jugar al fútbol o correr con otros chicos. En ningún
momento se me ocurrió pensar en ningún momento que su distrofia muscular podría
llegar a progresar al punto de que yo no pudiera atenderlo como lo hacía hasta
entonces.
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