Juan Pablo era un niño inteligente, feliz, integrado, con amigos y maestros que lo querían.
Pero la distrofia muscular continuaba su avance, lentos, silencioso, implacable; ya sabíamos que no había remedio, solo maneras de hacer lo más lento posible el proceso.
El uso de la silla de ruedas significó para mi nieto un paso a la independencia de movimientos, pero al gastar cada vez menos energía, en los años siguientes comenzó a aumentar de peso, haciendo cada vez más difícil levantarlo.
Fruto de la lucha incansable de mi nuera, Sonia, la obra social terminó entregándoles un elevador, aparato diseñado especialmente para levantar a Juan de la cama y llevarlo hasta su silla de ruedas o al baño. El lo tomaba con naturalidad, al menos aparentemente.
También tenía asistencia de una kinesióloga, que acudía a su casa para hacerle ejercicios de movilización y respiratorios, destinado a aumentar su capacidad pulmonar.
Periódicamente, lo llevaban al Hospital Garrahan, donde se le hacían diversos estudios para controlar su estado general y el avance de la distrofia muscular que lo afectaba. Todo esto demandaba tiempo y esfuerzos, además de gastos, pero del mismo modo que sus padres nunca se quejaron de estas obligaciones, Juan Pablo tampoco lo hacía.
A menudo, se veía obligado a faltar a la escuela, porque debía cuidarse para evitar los resfríos, que rápida y fácilmente podían derivar en tos y, a raíz de su dificultad para expulsar la flema, convertirse en una bronquitis o, incluso, en una neumonía.
Mientras tanto, disfrutaba de la visita de sus compañeros de clase, de los festejos de sus cumpleaños, en los que se lo veía feliz y con su sonrisa permanente.
(En la imagen superior, Juan con su primo, su hermana Deyi y Sonia, su madre)
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