lunes, 5 de febrero de 2018

LLEGO LA SILLA DE RUEDAS



Pero al finalizar su preescolar, Juan había recibido su silla de ruedas eléctrica, que le permitiría mayor libertad de movilidad. Si tuvimos alguna duda sobre cuál habría de ser su actitud al pasar a la silla de ruedas, pronto él se encargó de demostrarnos una vez más, su actitud positiva y optimista. 
Recuerdo que me dijo: “Abu, ¿cuántos chicos de mi edad pueden manejar un auto con bocina y todo?”. 
Porque para Juan, la silla había pasado a ser su automóvil propio, con el que aprendería a movilizase no solo en el interior de su casa, sino en las calles y donde fuera que pudieran llevarlo. Y él SIEMPRE supo ver el lado positivo y bueno de las cosas.


Luchando por las rampas

Ese año debía  iniciar el ciclo primario en la Escuela Normal, a pocos metros del Jardín, pero establecimiento tenía escaleras en el ingreso y los accesos a las aulas tenían escaleras, escaleras para salir al patio, también. 
De modo que iniciamos la lucha para gestionar que se hicieran las rampas, al menos una de ingreso a la escuela y otra en alguna de las cuatro bajadas al patio. Ya había en esa escuela un niño con una discapacidad semejante a la de mi nieto, que se veía en dificultades por la falta de rampas y unificamos los pedidos de las dos familias. 
Entonces, la directora de la escuela dijo que no se podían hacer rampas porque la escuela perdería su estilo arquitectónico original, argumento que demostraba sin lugar a dudas la tanta falta de criterio humano de esta profesional de la enseñanza.

Luego, se habló de falta de presupuesto para hacer rampas, pero mi hijo Pablo ofreció hacerlas de madera, de modo que se pudieran retirar en algunos momentos que no fueran necesarios, otros padres se mostraron de acuerdo, pero la dirección fue inflexible. 
Después de muchas idas y venidas, reclamos al Concejo Escolar y publicaciones en los medios locales, se  anunció la construcción de rampas, pero ante la manifiesta hostilidad de la directora de la escuela Normal, los padres del otro niño ya lo habían trasladado a otro establecimiento y mi nuera obtuvo una vacante para Juan en la Escuela 28, que tenía rampas de acceso, espaciosos pasillos entre las aulas, y hasta un baño para discapacitados.
Allí fue mi nieto, muy bien recibido por directivos, docentes y compañeros. Se hizo de muchos amigos, uno de los cuales adoptó la función de protector de Juan, lo acompañaba a todas partes y aseguró que, si alguien molestaba a su amigo, debería vérselas con él.
Para entonces, la obra social había entregado a Juan su silla de ruedas a batería, que él pronto y sin dificultades aprendió a utilizar y conducía como si fuera un automóvil. A los amiguitos les gustaba treparse en la parte de atrás de la silla y que Juan los llevara a dar una vuelta.


Hablar en cualquier lugar de mi nieto, que iba a la escuela 28, era hallar inevitablemente a alguien que lo conocía y apreciaba, alguien que hablaba de él con admiración, porque realmente era un excelente alumno, pero además simpático, alegre y para nada había adoptado la actitud de resentimiento y desconfianza tan habituales en muchos que sufren una discapacidad.

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