lunes, 29 de enero de 2018

LLEGÓ EL DIAGNÓSTICO

Posteriormente, luego de unos años, al observar la evolución de su patología, una nueva biopsia permitió determinar que estaba afectado por distrofia muscular de Ullrich. A esto se debía su hiperlaxitud articular, que con el tiempo podría derivar en fuertes contracturas en el tendón de Aquiles y otros flexores.  

Yo manejaba habitualmente el internet y busqué información sobre esta distrofia que aquejaba a mi nieto, que me resultó sumamente desalentadora. Aprendí que la UCMD es una enfermedad progresiva grave y que en la actualidad no existe terapia curativa, aunque el tratamiento de apoyo podría mejorar su calidad de vida.

Las principales formas de tratamiento paliativo son fisioterapia, movilización temprana, extensión regular y entablillado. Normalmente, en la primera o segunda década de la vida se requiere soporte respiratorio con ventilación nocturna; se hará necesaria la profilaxis de infecciones de tórax y el uso oportuno de antibióticos. 

Con el tiempo, podría llegar a necesitar el uso de una sonda nasogástrica para la alimentación, liberación quirúrgica de las contracturas y cirugía para evitar la progresión de la escoliosis.  

La mayoría de los pacientes no puede caminar o sólo es capaz de hacerlo durante un corto periodo de tiempo, normalmente hasta antes de la pubertad. Los niños pueden estar de pie y caminar con ayuda de férulas para piernas.

Sin duda, este pronóstico fue un duro golpe para mí, si bien no pude tratar en profundidad el tema con mi nuera, que ya veía perturbada y con señales de angustia, y mucho menos con mi hijo, que continuaba refugiándose en la negación.

Juan Pablo no entendía nada de esto, pero continuaba andando en su triciclo, compartiendo la vida familiar con un entusiasmo que hacía dudar que realmente estuviera condenado a un proceso tan dramático e irreversible. Seguía siendo hermoso, alegre y daba muestras de una gran inteligencia. 

(En la imagen superior, está conmigo y con sus primas Luisina y Luz. En la otra imagen, con sus hermanas Camila y Belén.)

viernes, 26 de enero de 2018

UN ABANDERADO EN TRICICLO


En el año de preescolar obligatorio, Juan fue inscripto en el jardín de infantes de la escuela Normal. 
Asistía con su triciclo, lo que llevó a otros niños a plantear que, si él podía llevar su triciclo, ellos también podían hacerlo. La maestra se aprestaba a darles una explicación sobre el tema cuando Juan levantó la mano y le pidió a la docente permiso para explicarles él mismo;  pasó al frente y les dijo a sus compañeritos que él usaba triciclo porque no podía caminar, pero ellos podían hacerlo y, por lo tanto, no necesitaban su triciclo para movilizarse. Al p arecer, su explicación fue muy bien entendida por todos, porque ya no hubo más reclamos para llevar el triciclo de parte de los otros niños.

En pocos días, Juan llegó a ser amado por maestros y compañeros, siempre luciendo su sonrisa feliz y su carita tan bella. Una carita de ángel. Era imposible conocer a Juan y no amarlo.

Sus maestras siempre lo integraron a los actos escolares, los otros niñitos caminaban y él, iba en su triciclo. También fue escolta de la bandera, en uno de los actos, de modo que no puedo decir que fue discriminado nunca y de ninguna manera.







¿No se ve la felicidad 
en su hermosa carita...?




En la última imagen, se lo ve con su carita de cansado, después del acto de fin de curso, cuando terminó su año en el Jardín de Infantes de la Escuela Normal. A su lado, mi hijo Pablo, mi nieta Belén, mi nuera Sonia y la maestra de Juan. ¡Qué lejanos parecen aquellos días! Es como si hubiera pasado un siglo ya...



jueves, 25 de enero de 2018

Juan Pablo y su lucha para integrarse al sistema escolar

Mi hijo Pablo tenía dos hijas, Camila y Belén, nacidas en su primer matrimonio. Las niñas habían quedado viviendo con su madre, pero cuando Juan aún era muy pequeños, fueron a vivir con su padre
y compartían la vida familiar con Juan Pablo. Nunca tuvieron problemas de integración, se amaron como hermanos y esa relación continuó sin fisuras durante toda la vida de mi nieto.


Camila asistía a la escuela agrícola, y cuando se hizo una fiesta durante un fin de semana, concurrimos con ellos para disfrutar del almuerzo campestre y las demostraciones de los alumnos del establecimiento. Yo había comenzado a trabajar hacía pocos días atendiendo el almacén de una amiga que viajó a pasar un tiempo en su tierra natal, Italia, pero luego de haber sido periodista y haber conducido mis propios programas de radios, me sentía incómoda en la tarea que debía realizar. Se los comenté a mi hijo y mi nuera y ellos me aconsejaron tener paciencia, esperar, que seguramente era cuestión de tiempo y ya me acostumbraría. Entonces, mi pequeño nieto, de cuatro años, que hasta entonces había estado embebido en sus juegos, se volvió hacia nosotros y me dijo: 
“Abuela, si no te gusta ese trabajo, vas y  le decís: ¡renuncio!”
Los demás se rieron, pero yo sentí que ese fue el mejor consejo que había recibido, y que mi nieto había sido la única persona que había pensado e
n mis sentimientos antes de expresar su opinión. Ahora, que han pasado tantos años, sigo pensando que el suyo fue el mejor consejo que recibí en mi vida.

(la imagen de la derecha es de aquel histórico momento en que recibí el consejo de mi nieto)

Juan ya no caminaba, pero continuaba movilizándose en su triciclo y eso le daba una relativa independencia. Sonia lo inscribió en el jardín de infantes que dependía de la capilla San Cayetano y el pequeño estaba entusiasmado y feliz imaginándose integrado a los otros niños. 
Le compraron una pequeña mochila y el guardapolvo, pero unos días antes de iniciarse el período escolar, las autoridades del establecimiento llamaron a mi nuera para informarle que debido a la discapacidad de mi nieto no podrían tomarlo como alumno. La versión oficial era que podía tener algún accidente, caerse, que era demasiado frágil y que las maestras no estaban en condiciones de hacerse cargo de un niño con estos problemas, y tampoco tenían posibilidades de tener una empleada extra para que se hiciera cargo. De modo que hubo que informarle que no podría ir al jardín de infantes. A nadie pareció importarle el dolor que significó para el pequeño e ilusionado niño esta noticia. Toda la familia lo sufrimos,  pero fue uno de los obstáculos que mi nieto debió sobrellevar a lo largo de su vida.

En esos momentos, sumamente enojada y dolida, decidí solicitar el uso de la Banca Abierta, que se había implementado en el Concejo Deliberante de Luján para dar lugar a los particulares pudieran exponer problemas, hacer reclamos o presentar proyectos de temas puntuales. 
Ya habían pasado por ella varias personas de Luján y me di cuenta de que sería posible para mí hablar de los derechos de los niños con discapacidad, haciendo un planteo integral de las medidas que el Municipio podría y debería tomar para facilitar la rutina de vida en la ciudad a los niños que tuvieran una discapacidad motriz, como era el caso de mi nieto.
En aquel entonces, mis antecedentes como periodista de dos medios, aunque ya me había retirado, y mi continua presencia en el Concejo Deliberante para acompañar a Santiago, que era el taquígrafo del Cuerpo, me había hecho conocida y no me fue nada complicado conseguir la cantidad de firmas necesarias para respaldar mi solicitud de la Banca.
Antes de la fecha que me fue asignada, me hicieron notas en distintos medios locales, donde expliqué el tema que trataría y algunos familiares de niños con discapacidad empezaron a llamarme por teléfono para relatarme sus propios problemas. También se comunicó conmigo quien era entonces encargado del área de discapacidad, un hombre que había sufrido poliomielitis durante su niñez y andaba usando muletas, con grandes dificultades de movilidad. Me pareció que había en él una especie de resentimiento, tal vez imaginó que yo pretendía pasar por encima de su investidura, pero luego de algunas conversaciones aceptó que yo iba a dedicarme al área de la infancia y anunció que me daría su apoyo.

Me dieron fecha para hablar antes del inicio de una sesión ordinaria, como era costumbre. Recuerdo que me había preparado buscando material en internet sobre los derechos del niño, la legislación referida a la forma de implementarlos, las barreras arquitectónicas y todos los demás obstáculos que dificultaban la vida a los niños con discapacidad motriz y sus familias. Utilicé los recursos que había aprendido hacía muchos años en la Escuela Teocrática, donde nos enseñaban a armar discursos y a aprender a organizar el material y medir el tiempo para no pasarnos. Había sido lo más útil que rescaté de mi vida como Testigo de Jehová.

Antes de iniciarse la sesión, vi con sorpresa y entusiasmo cómo iba llegando gente que no eran público habitual de las sesiones, entre ellos familiares de niños con discapacidad motriz. 
Inicié mi exposición contando que había una vez un niño pequeño que esperaba con ilusión el primer día en que iría al jardín de infantes.  Le di el estilo de cuento y podía sentir las miradas de los ediles, fijas en mí, en medio de un silencio impresionante, que pocas veces se advertía en el recinto. A medida que iba desarrollando el tema, el interés parecía profundizarse y cuando terminé, un aplauso sostenido puso corolario a todo lo hablado. 

Una adolescente que se había contactado conmigo para informarme que había estado haciendo un relevamiento en la calle sobre las barreras que fastidiaban a los discapacitados, pero también a las madres con carritos de bebés y a las personas que eventualmente se veían obligadas a usar muletas o bastones, me entregó una copia del material que había reunido y se unió al grupo de la incipiente Asociación de familiares de niños con discapacidad motriz, que intentamos organizar. 

Fueron varias las familias que se pusieron en contacto conmigo para contarme sus problemas y ofrecerse para formar parte del grupo. Había que organizarse como entidad, para tener personería jurídica y entonces Oscar Luciani, que por entonces era concejal de la UV, se ofreció a pagar el costo del registro de las firmas, en una escribanía de las inmediaciones, que eran conocidos suyos. Lamentablemente, luego de numerosos encuentros para elaborar el estatuto de esta Asociación, cuando llevé lo que creí eran todos los papeles en orden a Mercedes, resultó que las chicas que con tanto ahínco y entusiasmo trabajaban, que ni siquiera tenían familiares con discapacidad, no podían formar parte de la junta directiva por ser menores de 21 años. No pude hallar gente mayor que tuviera tiempo y voluntad para integrarse y quedó todo en puro anuncios.

Pero el planteo al gobierno municipal estaba hecho y luego de algunos meses, comenzaron a verse algunos resultados. Se repararon algunas aceras, empezaron a mejorar rampas rotas y hacer otras nuevas, y en una oportunidad, mientras mi nuera iba por la calle con Juan, él le dijo: 
“Ves, mamá, le hicieron caso a la abuela Eva y están haciendo rampas”. Fue una alegría y sentí mucha ternura de saber que mi pequeño nieto me atribuía el mérito por esas obras, aunque en realidad no era así.

Finalmente, la concejal vecinalista Amanda Robles presentó un proyecto, que fue aprobado por unanimidad, solicitando las obras necesarias para facilitar la movilidad de los discapacitados motrices, incluido el traslado del registro civil, que se hallaba a una altura inaccesible, y las rampas en las escuelas, calles, juegos que permitieran la integración de estos niños, etc. 


miércoles, 24 de enero de 2018

Juan en casa, un mundo de anécdotas

Después de un tiempo, debido a las dificultades de movilidad que tenía mi marido, quien había sufrido un ACV hacía un par de años, me resultaba complicado dejarlo solo varias horas. 
Entonces, Sonia comenzó a traer a mi nieto al departamento en el que vivíamos entonces, a dos cuadras de su casa. 
Juan llegaba en su triciclo, que podía manejar sin problemas, y apenas entraba, con su sonrisa resplandeciente y anunciaba:   “¡Yo vine!”. 
De inmediato se dirigía al dormitorio, donde encontraba a Santiago todavía en la cama, y le decía: “¡Hay sol, Santiago!”, lo que interpretábamos como un aliciente para que se levantara. 
Aunque, en realidad, si bien él no estaba consciente de eso, el SOL era él.


Solíamos salir a dar una vuelta por el barrio, Juan en su triciclo y yo a su lado. En las esquinas debía levantarlo con triciclo incluido, para subir y bajar de las aceras. Cuando llegábamos a un lugar de descanso, me miraba con sus ojos llenos de agradecimiento y muchas veces me dijo: “Abuela, te quiero hasta el cielo ida y vuelta”. Palabras de amor que me emocionaron y quedaron grabadas para siempre en mi memoria.

Algunas veces, Santiago salía con nosotros, él también con su paso irregular, rengueando notablemente, sin poder apurarse. Una vez, Juan propuso que tendrían que conseguirse una silla de ruedas para cada uno y salir juntos; había comenzado a gestarse una relación especial entre aquellas dos personas, una muy pequeña y otra anciana, obligadas a sufrir limitaciones físicas.

Una tarde, lo llevamos hasta una peluquería cercana para cortarle el pelo; al finalizar su trabajo, la peluquera, que también se llamaba Sonia, le preguntó si le gustaba cómo había quedado y Juan le contestó “No gustó”. Fue muy gracioso, para mí, pero me pareció que la joven quedaba un poco dolida. Seguro ella no estaba acostumbrada a recibir la desaprobación explícita de sus clientes.

Sonia y Pablo tenían mucho trabajo en ese tiempo, a veces llegaban de noche, a la hora en que ya deberíamos estar cenando. Como Santiago era diabético, en una oportunidad el retraso en la hora de comer lo hizo sentirse flojo y mareado, entonces dije que podía ser por falta de azúcar en la sangre, le hice la medición correspondiente, lo que confirmó mis presunciones. Entonces, me apresuré a darle de comer, mientras Juan observaba todo el proceso. Otro día, cuando sus padres volvieron a demorarse, Juan dijo: “Me parece que me bajó el azúcar…”.  Una manera muy inteligente y graciosa de pedirme que le diera algo de comer. ¡Era muy inteligente desde tan pequeño…!

A veces, mientras Santiago miraba televisión, me iba al dormitorio con Juan, me acostaba y lo colocaba sobre mi panza, jugando a que yo era un caballo y él iba cabalgando. ¡Cómo se reía entonces…! Otras veces, cuando me ponía a preparar la cena, lo llevaba conmigo a la cocina y lo sentaba en una silla elevada con almohadones, le entregaba algún elemento para que pudiera ayudarme. Por ejemplo, huevos duros para pelar, o separar las masas de empanadas… y a él le encantaba ayudarme. También en mi casa, Juan se acostumbró a comer mandarinas, que era mi fruta preferida del invierno. Y en su casa, a veces protestaba: “¿En esta casa nunca hay mandarinas?

Esas frases, esos momentos, esos recuerdos luminosos de mi nieto van a vivir siempre en mi memoria, haciéndome sonreír a veces y emocionándome en otros.

Con el afán de aliviar a Santiago, que a pesar de querer mucho a Juan a veces se fastidiaba porque el nene solo quería mirar dibujitos animados y a él no le gustaban, empecé a enseñarle a jugar en la computadora. Bajé algunos juegos sencillos, pero mi nieto pronto me sorprendió al demostrarme que eran más sencillos para él que para mí misma. Además, a pesar de no saber leer y tener esos deditos tan frágiles y delgados, aprendió sin esfuerzo cuáles eran teclas y botones que debía oprimir para encender la computadora, para navegar en internet, para buscar sus juegos. Apenas tenía tres años y lo tenía en mis brazos, pero me enseñaba lecciones de interés por la vida y esfuerzo de manera permanente.

De tanto en tanto, lo llevaba al cine Numancia, que por entonces funcionaba en Luján. Era un poco incómodo porque debía subir una escalera empinada hasta la sala y luego continuar subiendo para ubicarnos en las butacas, pero Juan aún era liviano y podía hacerlo, siempre con mucho cuidado por temor a caerme con él y hacerle daño. Lo llevaba a ver películas de dibujitos animados, de Walt Disney, y mientras miraba fascinado las imágenes de leones, peces y otros personajes, mientras yo solamente lo miraba a él, porque su expresión era mi felicidad y me llenaba de ternura.
A las tardes, le compraba chizitos, que a él le encantaban y a mí también, para qué negarlo. Y Juan no engordaba, se mantenía muy flaquito, con sus piernas delgadas como palitos, sostenidas por las valvas, que periódicamente debían sustituirse por otras nuevas.

Por entonces, mi hija Laura venía a visitarnos de vez en cuando y nos reuníamos en familia. Mientras Pablo y Santiago hacían asado en el chulengo que teníamos en el patio,  Juan podía pasar tiempo con sus primitas. 
(a la izquierda, con Luisina y Luz. Abajo, a la derecha, con mi nieta Sofía)
Entonces, llegó la partida de Laura a España y muchas fueron las preguntas que mi nieto me fue haciendo sobre este viaje. ¿Por qué la tía Laura se va? ¿Queda muy lejos España? ¿Cómo se llega a España? ¿No va a venir nunca más a visitarnos…? 
Momentos. Momentos emotivos, intensos, inolvidables…












Cuando Laura se fue, dejó en mi casa una caja enorme con ladrillos de plástico para armar juegos, que habían sido de sus hijas, y muchas tardes Juan jugaba armando robots de colores, que luego se enfrentaban con otro armado por mí, era uno de los juegos que teníamos con Juan en la enorme sala de aquel apartamento de la esquina de Lamadrid al 1400. 



Juan estaba hermoso entonces. Su cabeza ya no tenía la forma extraña que en sus primeros meses de vida había dado lugar a que Nicolás, pareja de mi hermana Lourdes, pensara que tenía hidrocefalia o iba a ser mogólico. En lugar de eso, era un niño de notable belleza, cabellos casi rubios, ojos verdes, blanquísimo, delgado, con una voz alegre y llena de vida y alegría. 

Era un niño feliz, a pesar de sus limitaciones de movimiento y sus continuos accidentes, había dejado de usar pañales a la edad normal de cualquier criatura y hablaba pronunciando correctamente las palabras, incluso armaba las oraciones sin errores y si alguna vez se equivocaba y era corregido, con una vez era suficiente.

Yo estaba orgullosa de mi hermoso e inteligente nieto y no me importaba tanto como a Santiago que nunca pudiera jugar al fútbol o correr con otros chicos. En ningún momento se me ocurrió pensar en ningún momento que su distrofia muscular podría llegar a progresar al punto de que yo no pudiera atenderlo como lo hacía hasta entonces.

miércoles, 17 de enero de 2018

"Tú puedes, amiguito..."

Cuando Juan Pablo cumplió un año aún no podía mantenerse de pie.

Recuerdo con ternura una imagen de algo ocurrido en un encuentro familiar, festejando un cumpleaños. Mi nieto estaba sentado en el suelo, mientras los demás niños iban y venían por todas partes; mi nieta Luz, un año mayor que él, se acercó a él, se arrodilló a su lado y le alcanzó un vaso con gaseosa, mirándolo con sus ojitos llenos de cariño. y estuvo largo rato allí. Esta fue una demostración de cómo la empatía y el amor pueden estar desde muy tierna edad en los corazoncitos de los niños.

Al cumplir un año, mi nieto era un niño muy bello, y una de las más bonitas fotos que conservo de ese día es esta, en la que está en brazos de mi hermana Lourdes, que lo miraba embelesada.



Durante un tiempo, mi nuera estuvo llevando al pequeño al hospital de Luján, donde una fisiatra le realizaba ejercicios de estimulación. Yo solía acompañarla y a veces me quedaba en su lugar, esperando que la atención de mi nieto finalizara para llevarlo de vuelta a su casa. No vi ningún cambio importante en su estado físico,  pero advertí que las personas que lo trataban quedaban prendadas de él y nunca pudieron olvidarlo.

Cuando mi hijo, que tenía una carpintería, decidió instalar una mueblería para vender sus propios muebles, contando con mi nuera como encargada del local, ambos comprendieron que debían ceder a alguien el cuidado de Juan. Por ese entonces, yo vivía a dos cuadras de la casa de ellos, de modo que me preguntaron si podía hacerme cargo durante las horas que mi nuera atendía el comercio. Al comienzo, yo iba a la casa su casa y me quedaba con el pequeño, que con mucha dificultad empezaba a mantenerse de pie, pero de una manera muy inestable. Para mí, fue una experiencia muy especial, ya que no había tenido a mi cuidado a ninguna de mis nietas por varias horas. Pero Juan era una criatura dulce, amorosa, sensible y cariñosa y pronto se estableció entre nosotros un lazo de afecto que continuó intacto a través de los años.

Fueron varias las ocasiones en que el pequeño perdió el equilibrio y cayó al suelo, porque sus brazos carecían de la fuerza necesaria para servirle de apoyo cuando estaba cayendo. La primera vez que esto ocurrió, me sentía aterrada, culpable y angustiada. Le colocaba hielo, lo consolaba teniéndolo en brazos y, al llegar sus padres, lo llevaban al hospital, donde le hacían radiografías para detectar posibles lesiones en su cabecita, y luego debían controlar que no se durmiera durante varias horas, para asegurarse de que no hubiera secuelas por el golpe. Afortunadamente, nunca las hubo, aunque sí llegó a tener numerosos chichones y hematomas en la frente. Pero a pesar de los sustos y el dolor, mi nieto no se daba por vencido. Seguía intentando mantenerse de pie y dar algunos vacilantes pasos.

Siguiendo las indicaciones de los especialistas, se le colocaron férulas o valvas, que sostenían la articulación de la rodilla y comenzó a caminar, teniendo ya más de un año. Aún así, continuó teniendo innumerables caídas, pero él siguió adelante, sin darse por vencido. Para darse ánimo, había inventado un amigo invisible, que le decía frases de aliento. "Tú puedes, amiguito...", recuerdo que le decía su amigo... es decir, se lo decía a sí mismo. Respiraba hondo y avanzaba, con sus bracitos extendidos para ayudarse a mantener el equilibrio, con la determinación reflejada en su hermosa carita, transpirando muchas veces por el esfuerzo que le demandaban esas caminatas.

Sin saberlo, aquel frágil y pequeño ser me estaba dando una de las lecciones inolvidables que recibí en mi vida. Aún ahora, después de varios años, cuando me encuentro frente alguna prueba que me cuesta afrontar, me digo a mí misma: "tú puedes, amiguita...". Como me enseñó mi nieto Juan.


martes, 16 de enero de 2018

Nace el luchador



Cuando mi nieto llegó a la edad en que normalmente los bebés comienzan a gatear, él no podía hacerlo, pero su impulso de vida era tan fuerte que se 
movilizaba arrastrándose por el suelo. 

Era impresionante y doloroso ver su lucha, pero ya se advertía la determinación en ese rostro enrojecido por el esfuerzo. Juan Pablo ya no era solamente un pequeño con dificultades:había iniciado su carrera de luchador, un gran luchador que no iba a entregarse fácilmente ante los obstáculos que la vida comenzó a darle desde su nacimiento. 

Para entonces, el único diagnóstico confirmado para su patología era hipotonía muscular con laxitud articular, y esto explicaba su imposibilidad de mantenerse sentado y la ausencia de fuerza en sus bracitos, que hubieran hecho posible el gateo. También advertíamos que al levantarlo en brazos, su cabeza se inclinaba hacia uno y otro lado, porque tampoco los músculos de su cuello tenían la fuerza necesaria para mantenerla firme. 

Finalmente, los especialistas del Garrahan hablaron de la necesidad de hacer una biopsia con una muestra de tejido muscular, para confirmar la presunción de distrofia muscular. En la primera que se hizo, la cicatrización fue muy lenta y dejó una huella permanente en su bracito. Es que mi nieto tenía una piel muy blanca y delicada y el menor roce deja una marca que tarda mucho en borrarse. Es parte de la patología que, según se estableció en esta biopsia, resultó ser el síndrome de Ehlers Danlos (EDS, por sus siglas en inglés), que es un grupo de trastornos hereditarios que debilitan el tejido conectivo. 

El tejido conectivo está formado por las proteínas que le brindan soporte a la piel, los huesos, los vasos sanguíneos y otros órganos, razón por la cual el EDS suele afectar la piel, las articulaciones y las paredes de los vasos sanguíneos. los síntomas incluyen articulaciones inestables, vasos sanguíneos pequeños y frágiles, alteración del proceso de formación de cicatrices y curación de heridas, piel suave, aterciopelada y elástica, que presenta hematomas con facilidad. todas estas características se apreciaban en mi nieto desde muy pequeño.

Se trata de una falla genética, para la cual no había entonces y tampoco ahora una manera de remediarla, aunque la permanente evolución de la medicina siempre permite abrir el camino a la esperanza. A esa esperanza, sin duda alguna, habrían de aferrarse mi hijo y mi nuera. Pero el pequeño Juan Pablo no entendía explicaciones científicas ni metafísicas: él solamente sabía, guiado por su intuición innata, que debía luchar para vivir de la mejor manera posible. 

¡Y así llegó a su primer año de vida, con su carita radiante por haberlo logrado!




domingo, 14 de enero de 2018

Mi nieto Juan- continuación-


Con el paso de los días, se iban haciendo más visibles las señales de que algo no estaba funcionando bien en el crecimiento de mi nieto, pero no nos atrevíamos a expresar nuestra inquietud, ante la aparente alegre serenidad con que sus padres sobrellevaban la situación.
No obstante, después de unos meses, mi nuera comenzó a insistir en la necesidad de hacer una consulta con un especialista, porque las etapas del desarrollo de Juan no se iban dando de acuerdo a lo esperado: no podía mantener su cabecita erguida, sus deditos continuaban siendo finos, laxos y sin fuerzas, por ejemplo. 

Mi hijo continuaba negándose a aceptar que su pequeño pudiera tener cualquier tipo de anormalidad y el pediatra que consultaron en un comienzo, que tenía fama de ser un buen profesional, solo hizo comentarios que dieron apoyo a la actitud de negación de Pablo. Dijo este médico que era cierto que Juan tenía laxitud muscular, pero no se trataba de nada grave, sino que le serviría para tener mayor amplitud de movimiento en su cuerpo, que le permitiría hacer pruebas, como los contorsionistas de circo, por ejemplo. A mí me parecía ridícula esa explicación, pero mi hijo continuaba aceptándola, mientras que mi nuera sonreía, sí, pero continuaba insistiendo en la necesidad de una segunda opinión médica.

Finalmente, llevaron a Juan Pablo al Hospital Garrahan, donde su caso pudo ser analizado por diversos especialistas. Hubo un momento en que se mencionó la posibilidad de que tuviera hidrocefalia, porque se le veía la cabeza demasiado grande y la frente muy ancha, y esta posibilidad me llenó de angustia. Para entonces, ya era adicta a Internet y me dediqué a investigar sobre este tema, a la vez que me puse en contacto con un grupo mundial que se ocupaba de hacer cadenas de oraciones por niños enfermos, a los que solicité oraran por mi nieto. Viniendo de una persona no creyente, como soy yo, esto fue una demostración de la crisis emocional que se había apoderado de mí. Pero mi nieto salió airoso de esta prueba, como habría de continuar saliendo de tantas otras en su vida.

Posteriormente, se le descubrió una displasia de cadera, que consiste en el desarrollo anormal de la articulación que hay entre la cabeza del fémur y la cavidad de la cadera, provocando el desplazamiento hacia afuera del fémur, el hueso superior de la pierna. Es lo que se conoce como cadera luxada o luxación de cadera. 
Esta noticia fue una nueva sacudida para la familia, si bien los médicos aseguraron que podría corregirse mediante la colocación de un arnés para mantener sus piernas separadas y de este modo ubicar la cadera en su lugar correspondiente.

En la imagen, mi nieto Juan con el arnés colocado para corregir su displasia de cadera y a su lado, mi nieta Sofía, nacida dos meses más tarde que su primo. Las manitos laxas de Juan siguen siendo una característica visible en él.





miércoles, 10 de enero de 2018

Mi nieto Juan




    Voy a contar la historia de mi nieto Juan Pablo. Es una bella historia, porque él era bello y toda su vida fue ejemplo de belleza interior, de nobleza, de inteligencia y de una enorme capacidad de empatía, cualidad casi desconocida para la mayoría en los tiempos que corren.

   Corría el último año del siglo XX cuando mi hijo Pablo vino a visitarme y me anunció que iba a ser abuela y, según afirmó con absoluta certeza, iba a tener por fin ese nieto varón que tanto anhelaba.

   No pude evitar sorprenderme, porque hacía pocos meses había iniciado su relación con Sonia, una joven divorciada, madre de una hija de diez años, que formaba parte de un grupo recientemente formado que se ocupaba de distribuir información sobre el SIDA, incluyendo el reparto de preservativos en la plaza central de Luján. Suponía que ellos se estarían cuidando para evitar un embarazo a tan corto tiempo del inicio de sus relaciones, pero no había sido así.
   Por otra parte, el embarazo era demasiado reciente como para que pudieran haber establecido el sexo de la criatura por medio de las ya de moda ecografías, pero mi hijo estaba convencido de que era un varón.
Pasaron los meses y un día, el 16 de octubre del año 2000,  recibí una llamada teléfonica anunciando el nacimiento de mi nieto, por medio de cesárea, y que tanto él como mi nuera estaban bien. 
   Para entonces, yo tenía cinco nietas, dos por cada una de mis hijos varones y una por mi hija Laura, pero fue la primera vez que el anuncio de un nacimiento me emocionó al punto de hacerme llorar. Había llegado Juan Pablo al mundo y para mí fue una alegría inolvidable. Salí disparada hacia el hospital de Luján y pude sacarme una foto con el bebé en brazos, mientras el amor que habría de sentir por él iba invadiendo mi cuerpo y llenándome el alma con una fuerza indestructible.
   Solo un detalle ensombreció la belleza de aquel sublime instante: cuando coloqué mi dedo índice en su diminuta manito, Juan no cerró su puño instintivamente, como era normal que lo hicieran los bebés recién nacidos.
   Horas más tarde, conversando con la madre de mi nuera, ella me comentó que había notado lo mismo. Nos pareció extraño, pero estábamos muy lejos de imaginar que aquel detalle que nos había inquietado iba a resultar una señal de la lucha que nuestro nieto y sus padres iban a tener que afrontar con el correr del tiempo.