Mi hijo Pablo tenía dos hijas, Camila y Belén, nacidas en su primer matrimonio. Las niñas habían quedado viviendo con su madre, pero cuando Juan aún era muy pequeños, fueron a vivir con su padre
y compartían la vida familiar con Juan Pablo. Nunca
tuvieron problemas de integración, se amaron como hermanos y esa relación
continuó sin fisuras durante toda la vida de mi nieto.
Camila
asistía a la escuela agrícola, y cuando se hizo una fiesta durante un fin de
semana, concurrimos con ellos para disfrutar del almuerzo campestre y las
demostraciones de los alumnos del establecimiento. Yo había comenzado a
trabajar hacía pocos días atendiendo el almacén de una amiga que viajó a pasar
un tiempo en su tierra natal, Italia, pero luego de haber sido periodista y
haber conducido mis propios programas de radios, me sentía incómoda en la tarea
que debía realizar. Se los comenté a mi hijo y mi nuera y ellos me aconsejaron
tener paciencia, esperar, que seguramente era cuestión de tiempo y ya me
acostumbraría. Entonces, mi pequeño nieto, de cuatro años, que hasta entonces
había estado embebido en sus juegos, se volvió hacia nosotros y me dijo:
“Abuela, si no te gusta ese trabajo, vas y
le decís: ¡renuncio!”.
Los demás se rieron, pero yo sentí que ese fue el
mejor consejo que había recibido, y que mi nieto había sido la única persona
que había pensado e
n mis sentimientos antes de expresar su opinión. Ahora, que
han pasado tantos años, sigo pensando que el suyo fue el mejor consejo que
recibí en mi vida.(la imagen de la derecha es de aquel histórico momento en que recibí el consejo de mi nieto)
Juan ya
no caminaba, pero continuaba movilizándose en su triciclo y eso le daba una relativa independencia. Sonia lo inscribió en el jardín de infantes
que dependía de la capilla San Cayetano y el pequeño estaba entusiasmado y
feliz imaginándose integrado a los otros niños.
Le compraron una pequeña
mochila y el guardapolvo, pero unos días antes de iniciarse el período escolar,
las autoridades del establecimiento llamaron a mi nuera para informarle que
debido a la discapacidad de mi nieto no podrían tomarlo como alumno. La versión
oficial era que podía tener algún accidente, caerse, que era demasiado frágil y
que las maestras no estaban en condiciones de hacerse cargo de un niño con
estos problemas, y tampoco tenían posibilidades de tener una empleada extra
para que se hiciera cargo. De modo que hubo que informarle que no podría ir al
jardín de infantes. A nadie pareció importarle el dolor que significó para el pequeño e ilusionado niño esta noticia. Toda la familia lo sufrimos, pero fue uno de los obstáculos que mi nieto debió sobrellevar a lo largo de su vida.
En esos
momentos, sumamente enojada y dolida, decidí solicitar el uso de la Banca
Abierta, que se había implementado en el Concejo Deliberante de Luján para dar
lugar a los particulares pudieran exponer problemas, hacer reclamos o presentar
proyectos de temas puntuales.
Ya habían pasado por ella varias personas de
Luján y me di cuenta de que sería posible para mí hablar de los derechos de los
niños con discapacidad, haciendo un planteo integral de las medidas que el
Municipio podría y debería tomar para facilitar la rutina de vida en la ciudad
a los niños que tuvieran una discapacidad motriz, como era el caso de mi nieto.
En
aquel entonces, mis antecedentes como periodista de dos medios, aunque ya me
había retirado, y mi continua presencia en el Concejo Deliberante para
acompañar a Santiago, que era el taquígrafo del Cuerpo, me había hecho conocida
y no me fue nada complicado conseguir la cantidad de firmas necesarias para
respaldar mi solicitud de la Banca.
Antes
de la fecha que me fue asignada, me hicieron notas en distintos medios locales,
donde expliqué el tema que trataría y algunos familiares de niños con
discapacidad empezaron a llamarme por teléfono para relatarme sus propios
problemas. También se comunicó conmigo quien era entonces encargado del área de
discapacidad, un hombre que había sufrido poliomielitis durante su niñez y
andaba usando muletas, con grandes dificultades de movilidad. Me pareció que
había en él una especie de resentimiento, tal vez imaginó que yo pretendía
pasar por encima de su investidura, pero luego de algunas conversaciones aceptó
que yo iba a dedicarme al área de la infancia y anunció que me daría su apoyo.
Me
dieron fecha para hablar antes del inicio de una sesión ordinaria, como era
costumbre. Recuerdo que me había preparado buscando material en internet sobre
los derechos del niño, la legislación referida a la forma de implementarlos,
las barreras arquitectónicas y todos los demás obstáculos que dificultaban la
vida a los niños con discapacidad motriz y sus familias. Utilicé los recursos
que había aprendido hacía muchos años en la Escuela Teocrática, donde nos
enseñaban a armar discursos y a aprender a organizar el material y medir el
tiempo para no pasarnos. Había sido lo más útil que rescaté de mi vida como
Testigo de Jehová.
Antes
de iniciarse la sesión, vi con sorpresa y entusiasmo cómo iba llegando gente
que no eran público habitual de las sesiones, entre ellos familiares de niños
con discapacidad motriz.
Inicié
mi exposición contando que había una vez un niño pequeño que esperaba con
ilusión el primer día en que iría al jardín de infantes. Le di el estilo de cuento y podía sentir las
miradas de los ediles, fijas en mí, en medio de un silencio impresionante, que
pocas veces se advertía en el recinto. A medida que iba desarrollando el tema,
el interés parecía profundizarse y cuando terminé, un aplauso sostenido puso
corolario a todo lo hablado.
Una
adolescente que se había contactado conmigo para informarme que había estado
haciendo un relevamiento en la calle sobre las barreras que fastidiaban a los
discapacitados, pero también a las madres con carritos de bebés y a las
personas que eventualmente se veían obligadas a usar muletas o bastones, me
entregó una copia del material que había reunido y se unió al grupo de la incipiente
Asociación de familiares de niños con discapacidad motriz, que intentamos
organizar.
Fueron varias las familias que se pusieron en contacto conmigo para
contarme sus problemas y ofrecerse para formar parte del grupo. Había que
organizarse como entidad, para tener personería jurídica y entonces Oscar Luciani,
que por entonces era concejal de la UV, se ofreció a pagar el costo del
registro de las firmas, en una escribanía de las inmediaciones, que eran
conocidos suyos. Lamentablemente, luego de numerosos encuentros para elaborar
el estatuto de esta Asociación, cuando llevé lo que creí eran todos los papeles
en orden a Mercedes, resultó que las chicas que con tanto ahínco y entusiasmo
trabajaban, que ni siquiera tenían familiares con discapacidad, no podían
formar parte de la junta directiva por ser menores de 21 años. No pude hallar
gente mayor que tuviera tiempo y voluntad para integrarse y quedó todo en puro
anuncios.
Pero el
planteo al gobierno municipal estaba hecho y luego de algunos meses, comenzaron
a verse algunos resultados. Se repararon algunas aceras, empezaron a mejorar
rampas rotas y hacer otras nuevas, y en una oportunidad, mientras mi nuera iba
por la calle con Juan, él le dijo:
“Ves, mamá, le hicieron caso a la abuela Eva
y están haciendo rampas”. Fue una alegría y sentí mucha ternura de saber que mi
pequeño nieto me atribuía el mérito por esas obras, aunque en realidad no era así.
Finalmente, la concejal vecinalista Amanda Robles presentó un proyecto, que fue aprobado
por unanimidad, solicitando las obras necesarias
para facilitar la movilidad de los discapacitados motrices, incluido el
traslado del registro civil, que se hallaba a una altura inaccesible, y las
rampas en las escuelas, calles, juegos que permitieran la integración de estos
niños, etc.
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