miércoles, 17 de enero de 2018

"Tú puedes, amiguito..."

Cuando Juan Pablo cumplió un año aún no podía mantenerse de pie.

Recuerdo con ternura una imagen de algo ocurrido en un encuentro familiar, festejando un cumpleaños. Mi nieto estaba sentado en el suelo, mientras los demás niños iban y venían por todas partes; mi nieta Luz, un año mayor que él, se acercó a él, se arrodilló a su lado y le alcanzó un vaso con gaseosa, mirándolo con sus ojitos llenos de cariño. y estuvo largo rato allí. Esta fue una demostración de cómo la empatía y el amor pueden estar desde muy tierna edad en los corazoncitos de los niños.

Al cumplir un año, mi nieto era un niño muy bello, y una de las más bonitas fotos que conservo de ese día es esta, en la que está en brazos de mi hermana Lourdes, que lo miraba embelesada.



Durante un tiempo, mi nuera estuvo llevando al pequeño al hospital de Luján, donde una fisiatra le realizaba ejercicios de estimulación. Yo solía acompañarla y a veces me quedaba en su lugar, esperando que la atención de mi nieto finalizara para llevarlo de vuelta a su casa. No vi ningún cambio importante en su estado físico,  pero advertí que las personas que lo trataban quedaban prendadas de él y nunca pudieron olvidarlo.

Cuando mi hijo, que tenía una carpintería, decidió instalar una mueblería para vender sus propios muebles, contando con mi nuera como encargada del local, ambos comprendieron que debían ceder a alguien el cuidado de Juan. Por ese entonces, yo vivía a dos cuadras de la casa de ellos, de modo que me preguntaron si podía hacerme cargo durante las horas que mi nuera atendía el comercio. Al comienzo, yo iba a la casa su casa y me quedaba con el pequeño, que con mucha dificultad empezaba a mantenerse de pie, pero de una manera muy inestable. Para mí, fue una experiencia muy especial, ya que no había tenido a mi cuidado a ninguna de mis nietas por varias horas. Pero Juan era una criatura dulce, amorosa, sensible y cariñosa y pronto se estableció entre nosotros un lazo de afecto que continuó intacto a través de los años.

Fueron varias las ocasiones en que el pequeño perdió el equilibrio y cayó al suelo, porque sus brazos carecían de la fuerza necesaria para servirle de apoyo cuando estaba cayendo. La primera vez que esto ocurrió, me sentía aterrada, culpable y angustiada. Le colocaba hielo, lo consolaba teniéndolo en brazos y, al llegar sus padres, lo llevaban al hospital, donde le hacían radiografías para detectar posibles lesiones en su cabecita, y luego debían controlar que no se durmiera durante varias horas, para asegurarse de que no hubiera secuelas por el golpe. Afortunadamente, nunca las hubo, aunque sí llegó a tener numerosos chichones y hematomas en la frente. Pero a pesar de los sustos y el dolor, mi nieto no se daba por vencido. Seguía intentando mantenerse de pie y dar algunos vacilantes pasos.

Siguiendo las indicaciones de los especialistas, se le colocaron férulas o valvas, que sostenían la articulación de la rodilla y comenzó a caminar, teniendo ya más de un año. Aún así, continuó teniendo innumerables caídas, pero él siguió adelante, sin darse por vencido. Para darse ánimo, había inventado un amigo invisible, que le decía frases de aliento. "Tú puedes, amiguito...", recuerdo que le decía su amigo... es decir, se lo decía a sí mismo. Respiraba hondo y avanzaba, con sus bracitos extendidos para ayudarse a mantener el equilibrio, con la determinación reflejada en su hermosa carita, transpirando muchas veces por el esfuerzo que le demandaban esas caminatas.

Sin saberlo, aquel frágil y pequeño ser me estaba dando una de las lecciones inolvidables que recibí en mi vida. Aún ahora, después de varios años, cuando me encuentro frente alguna prueba que me cuesta afrontar, me digo a mí misma: "tú puedes, amiguita...". Como me enseñó mi nieto Juan.


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