jueves, 1 de marzo de 2018

EL FINAL INESPERADO

Durante los días que Juan permaneció en terapia, solo se permitió que lo vieran sus padres, que permanecían constantemente a su lado, pero no se permitía la visita, ni siquiera breve, de otros familiares. Aunque íbamos hasta el hospital, solamente podíamos compartir momentos con Pablo y Sonia, conversar con ellos para saber cómo veían la evolución de su hijo. Estaban pasando por momentos de tensión, pero, a través del grupo de whasap todos los comentarios eran optimistas, cargados de esperanza y buenos deseos, enviando cariños y aliento a Juan y sus padres. Sonia nos contaba cómo iba evolucionando, que habían podido rotarlo, le dieron yogur para comer, le hicieron una transfusión y vomitó, el enfermero estaba intentando conseguir que orinara. Todos seguíamos contentos, enviando aplausos y felicitaciones por la situación y toneladas de amor para nuestro niño querido. 


Entonces, llegó un wasap del mismo Juan, diciendo: “Bien….dormí bastante después de unos días y agarré el celular. Ahora hago unos ejercicios respiratorios y hablo de nuevo”. Eran las 11.20 del 4 de noviembre. Luego nos contó que había cenado poco y nada pero bueno. Su infaltable punto de vista optimista de las situaciones continuaba intacto. 

El 7 de noviembre, día señalado para continuar la cirugía, volví a viajar a Buenos Aires, esta vez sola. Se habían sumado varios integrantes de la familia a la espera, incluyendo mi nieta Camila con su bebé. La espera resultó más angustiosa y cargada de tensión que en la primera etapa. 
A las 15.30, el cirujano llamó a los padres para anunciarles que la operación había terminado, pero que esta vez saldría inconsciente y entubado, como medida de precaución. Mi nuera se desesperó ante la noticia, en tanto mi hijo intentaba en vano transmitirle tranquilidad. Yo sentí que los negros presagios que tantas veces me habían asaltado al pensar en la cirugía volvían a invadirme; sentía deseos de llorar, pero me controlé para no añadir más angustia a mi nuera, a la que siempre quise mucho.

Cuando sacaron a mi nieto de la zona de cirugía para llevarlo a terapia, estaba irreconocible. Inconsciente, entubado, los ojos cerrados, pálido, rodeado de personal médico. Lo subieron al ascensor, sus padres y hermanas fueron con él, los demás nos quedamos largo rato tratando de superar la impresión recibida hasta que iniciamos el regreso a casa.
Esa noche, mientras intentaba en vano dormirme, sentí un fuerte dolor en el pecho, no podía respirar, creí que iba a morir. Esta sensación se repitió varias veces durante los días siguientes. Luego, supe que habían coincidido con los paros cardíacos sufridos por Juan, del que los médicos lograron recuperarlo.

El 10 de noviembre me informaron por whasap que mi nieto presentaba un neumotórax, algo bastante frecuente en estas cirugías, muy peligroso para un niño con la patología de base que él tenía, distrofia muscular de Ullrich. Continuamente me reiteraban su estado delicado, su gravedad. 

El sábado 11 fuimos hasta el hospital y pasamos unas horas acompañando a mi hijo, como otros miembros de la familia, algunos que prácticamente permanecían allí con ellos. Noté que tanto mi hijo como mi nuera estaban muy debilitados, tanto física como emocionalmente, debido a las horas sin dormir, sin comer, sufriendo las altas temperaturas que prematuramente habían llegado a Buenos Aires, viendo morir a otros niños, la angustia de otros padres, oyendo las alarmas cada vez que Juan sufría alguna crisis. Había en ellos una suerte de resignación, de entrega, de disposición a enfrentar el  peor sufrimiento. 

(En la imagen, 11 de noviembre, la familia unida esperando noticias sobre la evolución de Juan, fuera del hospital Garrahan)

Pero todos continuábamos confiando que Juan lograría salir adelante, que alguien con tanta fuerza interior no podría darse por vencido, que no iba a abandonarnos.

Hasta que el 13 de noviembre, a la mañana, cuando pregunté a mi hijo cómo había pasado la noche mi nieto, él me llamó al celular (cosa que jamás hacía, porque nos manteníamos conectados mediante el grupo de whasap...) y  me dijo que me fuera preparando, porque Juan había sufrido otro paro cardíaco y no tenían esperanzas de que saliera adelante. 
Un dolor abrumador cayó sobre mí, aplastándome como una mole gigantesca. No podía aceptarlo, no podía creerlo, no podía atreverme siquiera a pensar en la posibilidad de que mi nieto pudiera morir.

Cerca del mediodía, mi hijo Alejandro me comunicó que Juan había fallecido. Días más tarde, supe que en realidad había muerto alrededor de las nueve de la mañana, pero mi hijo había tenido un acto de amor hacia los abuelos de la familia, dándonos tiempo para prepararnos para recibir la noticia. La peor, más terrible y más dolorosa noticia que recibí en los setenta y un años de vida.


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