Después
de un tiempo, debido a las dificultades de movilidad que tenía mi marido, quien
había sufrido un ACV hacía un par de años, me resultaba complicado dejarlo solo
varias horas.
Entonces, Sonia comenzó a traer a mi nieto al departamento en el
que vivíamos entonces, a dos cuadras de su casa.
Juan llegaba en su triciclo, que
podía manejar sin problemas, y apenas entraba, con su sonrisa resplandeciente y
anunciaba: “¡Yo vine!”.
De inmediato se dirigía al dormitorio, donde encontraba
a Santiago todavía en la cama, y le decía: “¡Hay sol, Santiago!”, lo que
interpretábamos como un aliciente para que se levantara.
Aunque, en realidad,
si bien él no estaba consciente de eso, el SOL era él.
Solíamos
salir a dar una vuelta por el barrio, Juan en su triciclo y yo a su lado. En
las esquinas debía levantarlo con triciclo incluido, para subir y bajar de las
aceras. Cuando llegábamos a un lugar de descanso, me miraba con sus ojos llenos
de agradecimiento y muchas veces me dijo: “Abuela, te quiero hasta el cielo ida
y vuelta”. Palabras de amor que me emocionaron y quedaron grabadas para siempre
en mi memoria.
Algunas
veces, Santiago salía con nosotros, él también con su paso irregular,
rengueando notablemente, sin poder apurarse. Una vez, Juan propuso que tendrían
que conseguirse una silla de ruedas para cada uno y salir juntos; había
comenzado a gestarse una relación especial entre aquellas dos personas, una muy
pequeña y otra anciana, obligadas a sufrir limitaciones físicas.
Una
tarde, lo llevamos hasta una peluquería cercana para cortarle el pelo; al
finalizar su trabajo, la peluquera, que también se llamaba Sonia, le preguntó
si le gustaba cómo había quedado y Juan le contestó “No gustó”. Fue muy
gracioso, para mí, pero me pareció que la joven quedaba un poco dolida. Seguro ella
no estaba acostumbrada a recibir la desaprobación explícita de sus clientes.
Sonia y
Pablo tenían mucho trabajo en ese tiempo, a veces llegaban de noche, a la hora
en que ya deberíamos estar cenando. Como Santiago era diabético, en una
oportunidad el retraso en la hora de comer lo hizo sentirse flojo y mareado,
entonces dije que podía ser por falta de azúcar en la sangre, le hice la
medición correspondiente, lo que confirmó mis presunciones. Entonces, me
apresuré a darle de comer, mientras Juan observaba todo el proceso. Otro día,
cuando sus padres volvieron a demorarse, Juan dijo: “Me parece que me bajó el
azúcar…”. Una manera muy inteligente y
graciosa de pedirme que le diera algo de comer. ¡Era muy inteligente desde tan
pequeño…!
A
veces, mientras Santiago miraba televisión, me iba al dormitorio con Juan, me
acostaba y lo colocaba sobre mi panza, jugando a que yo era un caballo y él iba
cabalgando. ¡Cómo se reía entonces…! Otras veces, cuando me ponía a preparar la
cena, lo llevaba conmigo a la cocina y lo sentaba en una silla elevada con
almohadones, le entregaba algún elemento para que pudiera ayudarme. Por
ejemplo, huevos duros para pelar, o separar las masas de empanadas… y a él le
encantaba ayudarme. También
en mi casa, Juan se acostumbró a comer mandarinas, que era mi fruta preferida
del invierno. Y en su casa, a veces protestaba: “¿En esta casa nunca hay
mandarinas?”
Esas
frases, esos momentos, esos recuerdos luminosos de mi nieto van a vivir siempre
en mi memoria, haciéndome sonreír a veces y emocionándome en otros.
Con el
afán de aliviar a Santiago, que a pesar de querer mucho a Juan a veces se
fastidiaba porque el nene solo quería mirar dibujitos animados y a él no le
gustaban, empecé a enseñarle a jugar en la computadora. Bajé algunos juegos
sencillos, pero mi nieto pronto me sorprendió al demostrarme que eran más
sencillos para él que para mí misma. Además, a pesar de no saber leer y tener
esos deditos tan frágiles y delgados, aprendió sin esfuerzo cuáles eran teclas
y botones que debía oprimir para encender la computadora, para navegar en internet,
para buscar sus juegos. Apenas tenía tres años y lo tenía en mis brazos, pero
me enseñaba lecciones de interés por la vida y esfuerzo de manera permanente.
De
tanto en tanto, lo llevaba al cine Numancia, que por entonces funcionaba en
Luján. Era un poco incómodo porque debía subir una escalera empinada hasta la
sala y luego continuar subiendo para ubicarnos en las butacas, pero Juan aún
era liviano y podía hacerlo, siempre con mucho cuidado por temor a caerme con
él y hacerle daño. Lo llevaba a ver películas de dibujitos animados, de Walt
Disney, y mientras miraba fascinado las imágenes de leones, peces y otros
personajes, mientras yo solamente lo miraba a él, porque su expresión era mi
felicidad y me llenaba de ternura.
A las
tardes, le compraba chizitos, que a él le encantaban y a mí también, para qué
negarlo. Y Juan no engordaba, se mantenía muy flaquito, con sus piernas
delgadas como palitos, sostenidas por las valvas, que periódicamente debían
sustituirse por otras nuevas.
Por
entonces, mi hija Laura venía a visitarnos de vez en cuando y nos reuníamos en
familia. Mientras Pablo y Santiago hacían asado en el chulengo que teníamos en el
patio, Juan podía pasar tiempo con sus primitas.
(a la izquierda, con Luisina y Luz. Abajo, a la derecha, con mi nieta Sofía)
Entonces, llegó la partida
de Laura a España y muchas fueron las preguntas que mi nieto me fue haciendo
sobre este viaje. ¿Por qué la tía Laura se va? ¿Queda muy lejos España? ¿Cómo se
llega a España? ¿No va a venir nunca más a visitarnos…?
Momentos. Momentos
emotivos, intensos, inolvidables…
Cuando
Laura se fue, dejó en mi casa una caja enorme con ladrillos de plástico para
armar juegos, que habían sido de sus hijas, y muchas tardes Juan jugaba armando
robots de colores, que luego se enfrentaban con otro armado por mí, era uno de
los juegos que teníamos con Juan en la enorme sala de aquel apartamento de la
esquina de Lamadrid al 1400.
Juan
estaba hermoso entonces. Su cabeza ya no tenía la forma extraña que en sus
primeros meses de vida había dado lugar a que Nicolás, pareja de mi hermana
Lourdes, pensara que tenía hidrocefalia o iba a ser mogólico. En lugar de eso,
era un niño de notable belleza, cabellos casi rubios, ojos verdes, blanquísimo,
delgado, con una voz alegre y llena de vida y alegría.
Era un niño feliz, a
pesar de sus limitaciones de movimiento y sus continuos accidentes, había
dejado de usar pañales a la edad normal de cualquier criatura y hablaba
pronunciando correctamente las palabras, incluso armaba las oraciones sin
errores y si alguna vez se equivocaba y era corregido, con una vez era
suficiente.
Yo estaba
orgullosa de mi hermoso e inteligente nieto y no me importaba tanto como a
Santiago que nunca pudiera jugar al fútbol o correr con otros chicos. En ningún
momento se me ocurrió pensar en ningún momento que su distrofia muscular podría
llegar a progresar al punto de que yo no pudiera atenderlo como lo hacía hasta
entonces.