Añadido al terrible dolor de la muerte de Juan Pablo, sus padres debieron afrontar las exigencias del orden burocrático, que determinaban que no podría ser trasladado a Luján para su velatorio y posterior entierro sin antes haber realizado un trámite en el cementerio de la Chacarita, donde le hubiera correspondido ser sepultado por fallecer en Buenos Aires. Por cuestiones de horario, este trámite se pudo llevar a cabo recién en la mañana del día siguiente, por lo cual recién el día 14 por la tarde el cuerpito sin vida de mi nieto pudo ser trasladado a la ciudad donde había nacido. Como la Cooperativa Eléctrica de Luján es la que tiene a su cargo el servicio de sepelio, a media tarde la familia se reunión en la sala de velatorio para despedirlo.
Confieso que me costó un gran esfuerzo atreverme a afrontar ese momento. Sentía que mientras no lo viera a mi nieto en el féretro, seguiría teniendo dudas, esperando que todo hubiera sido un error y de pronto, me dijeran que él estaba recuperándose y pronto volveríamos a tenerlo con nosotros. Pero no fue así, y tuvimos que enfrentarnos con la ineludible realidad de la muerte.
Mi nieta Luz, apenas un año mayor que Juan, y Josefina, hija de un hermano de mi nuera, de la misma edad de mi nieto, lloraban desconsoladamente, cada una en un rincón, solas, estremecidas por el inmenso dolor de haber perdido a su primo adolescente. Estuve abrazada a con ellas, llorando juntas, pero tuve conciencia de que ambas se hallaban sumergidas en un estado de aislamiento total, donde no había más espacio que para su propio dolor y ya no podían aceptar consuelo alguno.
Sin embargo, el momento más impactante para quienes estábamos presentes en aquella sala, fue la llegada de los jovencitos que integraban los grupos de competencias de rap. Ellos ingresaron en silencio, sus rostros serios, las miradas absortas, pálidos, desconcertados. Se hizo un profundo y absoluto silencio cuando ellos rodearon el féretro. Uno a uno se acercó a besar el rostro de su amigo, algunos salieron huyendo para esconder sus lágrimas y dominar el llanto antes de regresar. Pasado el primer momento de perplejidad ante la muerte de alguien de su edad, comenzaron a dejarle como obsequio sus colgantes, sus anillos, sus gorras, cualquier objeto pequeño que pudiera representarlos. Luego, salieron al espacio de estacionamiento de la casa de servicios fúnebres y comenzaron a escribir dedicatorias en hojas de papel, que cada uno firmaba. Consiguieron un paño en el que escribieron con fibra algunas dedicatorias y los símbolos que representaban al grupo, incluyendo el nombre que mi nieto había adoptado como seudónimo en las competencias: Ullrich, en alusión a la denominación de la distrofia muscular que lo afectaba.
Completando el espontáneo homenaje, el grupo de jóvenes iniciaron una competencia de rap, en la que cada uno se refirió a Juan Pablo y contó anécdotas o desarrolló pensamientos sobre él. Era la primera vez que veía este tipo de espectáculo, porque mi nieto nunca había querido que fuéramos a verlo, debido a la dureza con que suelen desarrollarse estas competencias. Pero me emocionó escuchar estas voces juveniles, cargadas de emoción y sentimiento, refiriéndose a Juan, diciendo cosas como que "estará rapeando desde el cielo, entre las nubes".
El amor de estos chicos se percibía como algo tangible, el dolor y el desconcierto por la pérdida del amigo era conmovedor. No pude evitar agradecerles este homenaje, segura de que mi nieto estaría sonriendo al verlos y escucharlos... si pudiera creer que existe un cielo, un paraíso, un lugar donde los seres buenos y puros como Juan pueden transitar después de haber abandonado este mundo.
En el trayecto al cementerio parque Los Pinos, el cortejo se detuvo ante la Basílica de Luján, para que un sacerdote diera su bendición. Entonces, me pregunté, cuál fue la bendición divina para mi nieto, que se vio obligado a sufrir tantas limitaciones y dolores a lo largo de su breve vida, para luego morir maltratado por las manos de quienes se atribuyen la representación divina en nombre de una ciencia médica cruel y despiadada. Estaba enojada con los representantes de la religión y con los médicos, aún sigo sintiendo lo mismo que entonces y no creo que vaya a modificar mi modo de sentir en el futuro.
Mi nieto pasó brevemente por el mundo, pero dejó grandes y profundas enseñanzas y un formidable ejemplo de valor, de generosidad y de fortaleza para sobrellevar las pruebas que tan injustamente le dio la vida.
Sus amigos, compañeros y maestros, siguen recordando continuamente anécdotas que dejan retratada su forma de ser y confirman el lugar que supo ganar en sus corazones.
Me alegra haber sido su abuela, que me haya amado, que haya compartido tiempo conmigo, que hayamos jugado y reído juntos, pero sobre todo, saber que soy mejor persona gracias a lo que él me enseñó con su silencioso ejemplo y su sonrisa dulce y serena.
Durante muchos años en mi vida fui "la señora de...". Luego, por años, he sido conocida como periodista y escritora de Luján. Pero todo esto ha pasado a ser recuerdos. Mi mayor motivo de orgullo es que soy la abuela de Juan y, aunque él se haya ido, seguiré siéndolo mientras tenga vida.
La historia de mi nieto Juan Pablo,que nació con distrofia muscular de Ullrich. A partir de los tres años no pudo caminar y desde los seis, se movilizó en una silla de ruedas eléctrica. Cuento la historia de su lucha por integrarse y participar, tanto en la escuela como en la vida social de los niños de su edad, la evolución de su enfermedad y los pormenores de la cirugía que punto fin a su vida, apenas cumplidos los 17 años.
jueves, 1 de marzo de 2018
EL FINAL INESPERADO
Durante los días que Juan permaneció en terapia, solo se permitió que lo vieran sus padres, que permanecían constantemente a su lado, pero no se permitía la visita, ni siquiera breve, de otros familiares. Aunque íbamos hasta el hospital, solamente podíamos compartir momentos con Pablo y Sonia, conversar con ellos para saber cómo veían la evolución de su hijo. Estaban pasando por momentos de tensión, pero, a través del grupo de whasap todos los
comentarios eran optimistas, cargados de esperanza y buenos deseos, enviando
cariños y aliento a Juan y sus padres. Sonia nos contaba cómo iba
evolucionando, que habían podido rotarlo, le dieron yogur para comer, le
hicieron una transfusión y vomitó, el enfermero estaba intentando conseguir que
orinara. Todos
seguíamos contentos, enviando aplausos y felicitaciones por la situación y
toneladas de amor para nuestro niño querido.
Entonces, llegó un wasap del mismo Juan,
diciendo: “Bien….dormí bastante después de unos días y agarré el celular. Ahora
hago unos ejercicios respiratorios y hablo de nuevo”. Eran las 11.20 del 4 de
noviembre. Luego nos contó que había cenado poco y nada pero bueno.
Su infaltable punto de vista optimista de las situaciones continuaba intacto.
El 7 de noviembre, día señalado para continuar la cirugía, volví a viajar a Buenos Aires, esta vez sola. Se habían sumado varios integrantes de la familia a la espera, incluyendo mi nieta Camila con su bebé. La espera resultó más angustiosa y cargada de tensión que en la primera etapa.
A las 15.30, el cirujano llamó a los padres para anunciarles que la operación había terminado, pero que esta vez saldría inconsciente y entubado, como medida de precaución. Mi nuera se desesperó ante la noticia, en tanto mi hijo intentaba en vano transmitirle tranquilidad. Yo sentí que los negros presagios que tantas veces me habían asaltado al pensar en la cirugía volvían a invadirme; sentía deseos de llorar, pero me controlé para no añadir más angustia a mi nuera, a la que siempre quise mucho.
Cuando sacaron a mi nieto de la zona de cirugía para llevarlo a terapia, estaba irreconocible. Inconsciente, entubado, los ojos cerrados, pálido, rodeado de personal médico. Lo subieron al ascensor, sus padres y hermanas fueron con él, los demás nos quedamos largo rato tratando de superar la impresión recibida hasta que iniciamos el regreso a casa.
Esa noche, mientras intentaba en vano dormirme, sentí un fuerte dolor en el pecho, no podía respirar, creí que iba a morir. Esta sensación se repitió varias veces durante los días siguientes. Luego, supe que habían coincidido con los paros cardíacos sufridos por Juan, del que los médicos lograron recuperarlo.
El 10 de noviembre me informaron por whasap que mi nieto presentaba un neumotórax, algo bastante frecuente en estas cirugías, muy peligroso para un niño con la patología de base que él tenía, distrofia muscular de Ullrich. Continuamente me reiteraban su estado delicado, su gravedad.
El sábado 11 fuimos hasta el hospital y pasamos unas horas acompañando a mi hijo, como otros miembros de la familia, algunos que prácticamente permanecían allí con ellos. Noté que tanto mi hijo como mi nuera estaban muy debilitados, tanto física como emocionalmente, debido a las horas sin dormir, sin comer, sufriendo las altas temperaturas que prematuramente habían llegado a Buenos Aires, viendo morir a otros niños, la angustia de otros padres, oyendo las alarmas cada vez que Juan sufría alguna crisis. Había en ellos una suerte de resignación, de entrega, de disposición a enfrentar el peor sufrimiento.
(En la imagen, 11 de noviembre, la familia unida esperando noticias sobre la evolución de Juan, fuera del hospital Garrahan)
Pero todos continuábamos confiando que Juan lograría salir adelante, que alguien con tanta fuerza interior no podría darse por vencido, que no iba a abandonarnos.
Hasta que el 13 de noviembre, a la mañana, cuando pregunté a mi hijo cómo había pasado la noche mi nieto, él me llamó al celular (cosa que jamás hacía, porque nos manteníamos conectados mediante el grupo de whasap...) y me dijo que me fuera preparando, porque Juan había sufrido otro paro cardíaco y no tenían esperanzas de que saliera adelante.
Un dolor abrumador cayó sobre mí, aplastándome como una mole gigantesca. No podía aceptarlo, no podía creerlo, no podía atreverme siquiera a pensar en la posibilidad de que mi nieto pudiera morir.
Cerca del mediodía, mi hijo Alejandro me comunicó que Juan había fallecido. Días más tarde, supe que en realidad había muerto alrededor de las nueve de la mañana, pero mi hijo había tenido un acto de amor hacia los abuelos de la familia, dándonos tiempo para prepararnos para recibir la noticia. La peor, más terrible y más dolorosa noticia que recibí en los setenta y un años de vida.
El 7 de noviembre, día señalado para continuar la cirugía, volví a viajar a Buenos Aires, esta vez sola. Se habían sumado varios integrantes de la familia a la espera, incluyendo mi nieta Camila con su bebé. La espera resultó más angustiosa y cargada de tensión que en la primera etapa.
A las 15.30, el cirujano llamó a los padres para anunciarles que la operación había terminado, pero que esta vez saldría inconsciente y entubado, como medida de precaución. Mi nuera se desesperó ante la noticia, en tanto mi hijo intentaba en vano transmitirle tranquilidad. Yo sentí que los negros presagios que tantas veces me habían asaltado al pensar en la cirugía volvían a invadirme; sentía deseos de llorar, pero me controlé para no añadir más angustia a mi nuera, a la que siempre quise mucho.
Cuando sacaron a mi nieto de la zona de cirugía para llevarlo a terapia, estaba irreconocible. Inconsciente, entubado, los ojos cerrados, pálido, rodeado de personal médico. Lo subieron al ascensor, sus padres y hermanas fueron con él, los demás nos quedamos largo rato tratando de superar la impresión recibida hasta que iniciamos el regreso a casa.
Esa noche, mientras intentaba en vano dormirme, sentí un fuerte dolor en el pecho, no podía respirar, creí que iba a morir. Esta sensación se repitió varias veces durante los días siguientes. Luego, supe que habían coincidido con los paros cardíacos sufridos por Juan, del que los médicos lograron recuperarlo.
El 10 de noviembre me informaron por whasap que mi nieto presentaba un neumotórax, algo bastante frecuente en estas cirugías, muy peligroso para un niño con la patología de base que él tenía, distrofia muscular de Ullrich. Continuamente me reiteraban su estado delicado, su gravedad.
El sábado 11 fuimos hasta el hospital y pasamos unas horas acompañando a mi hijo, como otros miembros de la familia, algunos que prácticamente permanecían allí con ellos. Noté que tanto mi hijo como mi nuera estaban muy debilitados, tanto física como emocionalmente, debido a las horas sin dormir, sin comer, sufriendo las altas temperaturas que prematuramente habían llegado a Buenos Aires, viendo morir a otros niños, la angustia de otros padres, oyendo las alarmas cada vez que Juan sufría alguna crisis. Había en ellos una suerte de resignación, de entrega, de disposición a enfrentar el peor sufrimiento.
(En la imagen, 11 de noviembre, la familia unida esperando noticias sobre la evolución de Juan, fuera del hospital Garrahan)
Pero todos continuábamos confiando que Juan lograría salir adelante, que alguien con tanta fuerza interior no podría darse por vencido, que no iba a abandonarnos.
Hasta que el 13 de noviembre, a la mañana, cuando pregunté a mi hijo cómo había pasado la noche mi nieto, él me llamó al celular (cosa que jamás hacía, porque nos manteníamos conectados mediante el grupo de whasap...) y me dijo que me fuera preparando, porque Juan había sufrido otro paro cardíaco y no tenían esperanzas de que saliera adelante.
Un dolor abrumador cayó sobre mí, aplastándome como una mole gigantesca. No podía aceptarlo, no podía creerlo, no podía atreverme siquiera a pensar en la posibilidad de que mi nieto pudiera morir.
Cerca del mediodía, mi hijo Alejandro me comunicó que Juan había fallecido. Días más tarde, supe que en realidad había muerto alrededor de las nueve de la mañana, pero mi hijo había tenido un acto de amor hacia los abuelos de la familia, dándonos tiempo para prepararnos para recibir la noticia. La peor, más terrible y más dolorosa noticia que recibí en los setenta y un años de vida.
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